viernes, 18 de diciembre de 2009

III. After auers


Juan Moro, el de Valdemoro, se estaba divirtiendo más que un hijoputa el día del padre. Era ya la hora del ángelus del domingo, la hora de recogerse en la misa de doce o la de salir de cañas hacia las calles de La Latina donde se amontona esa estúpida piara de modernos urbanitas. Pero no, Juan Moro pasaba de todo aquello, él estaba disfrutando de aquel fin de semana interminable que había comenzado el jueves por la noche, y continuaba bailando en aquel after de Chueca, el New Space of Sound, al son ensordecedor de músicas infumablemente mecánicas pero irrefrenablemente pegadizas para cualquier mente atiborrada de sustancias psicotrópicas. Se había metido por la cañería bucal una cantidad indeterminada de pastillas, media docena de tripis, speed a paladas, unas cuantas garrafas de éxtasis líquido y la ketamina necesaria para anestesiar a todos los animales del zoo de la Casa de Campo y del circo de Ángel Cristo juntos. El número de copas de Pampero con cola consumidas por el mozo sólo podría ser calibrado por una auditoría supervisada a fondo por Price-Waterhouse. Hacía ya muchas horas que se había pulido los cuatrocientos euros que le habían pagado el miércoles unos picoletos de la escuela de guardias jóvenes de Baltimore a cambio de unos gramos de nieve cortada por él mismo hasta la saciedad con polvos de talco comprados en el Lidl. No llevaba ya ni un pavo en la cartera, y su gaznate sólo cataba líquidos gracias a las continuas invitaciones de John, un gay yanqui de dos metros de estatura al que había conocido hacía unas horas tras tirarle encima una copa de vodka con Cointreau. Juan había insistido en pagarle otro cubata al maromo para compensarlo por su torpeza y el pivot de Millwaukee, ante tal gesto de altruismo, se había quedado prendado de esos ojillos negros del Moro. El norteamericano se convirtió así, por puro enamoramiento, en el servidor de Juan durante unas horas, en su genio gay de la lámpara. Si Juan quería beber John acoquinaba al camarero; si Juan tenía hambre John se ofrecía a llevarlo a su piso a comer una hamburguesa; y si Juan iba a necesitar amor allí estaría John para dárselo todo, todo. John no paraba de pensar en ese pelo ensortijado y en esa piel morena sobre las sábanas de seda de su dormitorio. Juan tenía el cerebro ya tan abotargado por las drogas y el baile del pim-pan-pim-pan que si lo hubiesen penetrado por sorpresa ni se hubiera enterado hasta el martes por la mañana. El yankee se sentía ya casi victorioso, arrimaba cada vez más cebolleta sobre Juan sin que el joven deeler valdemoreño opusiera resistencia. Tras varios acercamientos John decidió cruzar el Rubicón, y le echó mano al paquete con la decisión de un Marine de la 101 división aerotransportada durante el día D . La virilidad de Juan salió de repente en su defensa desde la linea Maginot de su bragueta y le despertó del colocón de sopetón, como en un salto al vacío. El percal no era de su agrado. Toda su vida pasó ante sus ojos en unos segundos e incluso en centésimas calibró cómo resultaría la experiencia del sexo con un hombre, si en el fondo no sería cuestión de probar, ya que tanto en el comer como en el follar todo es empezar. Pero, haciendo caso del casticismo más recalcitrante que habitaba en lo más hondo de su corazón, decidió la solución cobarde, la huída. Se le ocurrió espetar el previsible estribillo: “voy a mear”, y salió como alma que lleva el diablo hacia los servicios del antro. Evacuaría su agüita amarilla, después se escabulliría por la puerta y si te he visto, John “gay pagacopas”, no me acuerdo. Pero no todo iba a ser un camino de rosas hacia la salvación. Al divisar el meódromo desde la puerta el panorama no era precisamente edificante: aquello parecía una reunión de obispos borrachos el día del apocalipsis. La oscuridad era casi absoluta y una multitud de siluetas musculosas se adivinaban, cimbreantes como anguilas eléctricas, entre la penumbra. Juan Moro corrió entre aquella maraña de cuerpos sudorosos como Casio Querea por el bosque de Teutoburgo. Consiguió entrar a duras penas en una cabina cagadero al fondo de aquella Gomorra. Al comprobar que el habitáculo carecía de puerta le recorrieron escalofríos desde la nuca hasta el orto. Mientras aflojaba la vejiga giró su cabeza y, entre las sombras, adivinó la silueta John, que entraba en su busca como caballo desbocado en aquella mezcla de cuarto oscuro y baño. El elefante no tardó en penetrar en la cacharrería y en identificar al Moro gracias al voluminoso peinado rizado micrófono que el de Valdemoro lucía como si fuera el sexto hermano de los Jackson Five. John entró en aquella sucia garita y se colocó frente a frente con Juan, duelo al sol bajo los focos de neón que hacían lucir fluorescentes las dentaduras. Intentó darle un beso, pero éste le apartó la boca. Juan Moro no llegó a llorar como Boabdil en Granada, pero casi. Sólo acertó a decir: “John, ya me he fijado que te gusto, pero soy heterosexual, ¿comprendes? Heterosexual…”

--Como las heces cálidas de un palomar vetusto
mil sueños en mí dejan una dulzura ardiente:
y así mi corazón es como un triste arbusto
que tiñen rojas gotas de un oro incasdencente--


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