lunes, 21 de diciembre de 2009

IV. Yoga


Cae la tarde en el interior de una alquería abandonada, en medio de un lugar perdido de la mano de Dios del levante español. Pentáculos, esvásticas y manchas de meado adornan las paredes, seguramente restos de alguna rave clandestina pasada. Entre la penumbra y el chú chú de un breve Lumigás, un grupo de personas forman en círculo ataviadas con sotanas blancas confeccionadas con harapos del mercadillo. El centro de tan fantasmal compaña lo ocupa un tipo de mediana edad que hace las veces de improvisado sacerdote; a sus pies descansa, tumbada en el suelo, una moza que no supera los dieciséis, que expulsa como una perra rabiosa o en celo espumarajos por la boca. “El poder de cristo te obliga, el poder de cristo te obliga”, chilla el iluminado animando al resto a imitarle. La muchacha sigue vomitando restos de lo que parecen Mentos con Coca Cola. En un momento dado de la ceremonia, el jefe del cotarro llama a MJ aparte, y le dice solemnemente: “sigue tú, que ya estás suficientemente preparado, la dejo en tus manos. Yo voy a descansar, que estoy agotado psíquicamente”. MJ se emociona, se le saltan las lágrimas, al fin una respuesta, un premio, el final de un camino. Su vida pasa delante de sus ojos en un flash-back borroso, las drogas ingeridas aceleran su mente.

MJ nació llamándose R en Getafe, un infecto pueblo perdido justo en el centro geométrico de la península Ibérica. Desde pequeño destacó entre la masa como un niño introvertido, huraño y mal encarado, pero para sus padres era un angelito rubio. Sacaba buenas notas en el cole, casi todo sobresalientes, algún notable. Cuando le llegó la edad de merecer R empezó a dejarse el pelo largo y a hacerse heavy del metal. Se parecía físicamente a Joaquín Cortés, y sus compañeros le apodaban Joaquín Corteza. Más tarde se dio cuenta que ese era un camino, tanto en el terreno del musical como en el de la danza, erróneo. Al acabar el BUP R fue impulsado por su familia a cursar los estudios de económicas. Durante dos años no le fue mal, pero se aburría como una mona al estar rodeado todo el puto rato de tanto niñato subnormal engominado y de tanta pija tonta gilipollas, se sentía un extraño entre aquella maraña de mierda. Aquella no era la senda, estaba claro. Un día, de repente, se salió de una clase que impartía Peces Barba, el puto gordo Peces en persona, y ya nunca más volvió a la universidad. También intervino en aquella decisión de deserción que tenía retortijones de tripa y necesitaba ir al excusado. Después de mucho pensar en qué coño hacer con su vida R conoció a L, una jovencita ligera de cascos amiga de unos heavys amigos suyos de cuando veraneaba en Alicante con sus padres. L se había pasado por la piedra ya a los dos conocidos de R, que eran hermanos mellizos, y no hizo ascos en ningún momento a la ocasión de fornicar con R, aunque ella era más bien de las de calentar sin quemar.

R y L se hicieron inseparables. Iban de acá para allá siempre juntos, siempre en comandita, daban un poco de asco. Se apuntaron juntos a yoga. R comenzó a ver un sentido a la vida en aquello. Tenía mucha elasticidad, le gustaba el misticismo recalcitrante y gritaba el ohm como ninguno, lo tibetano iba a ser lo suyo. Se empapó de la cultura oriental mediante libros y videos, asistió a charlas y clases de los mayores expertos a un módico precio y dejó de hablarme cuando le dije que el Dalai Lama me parecía un dictador religioso sodomita de extremo oriente. R pasó el examen de maestro en yoga sin dificultad, y se convirtió de repente, gracias a su desaforada energía espiritual, en un nuevo ser, en MJ. Renació de sus cenizas. Se hizo ovolactovegetariano al instante, comenzó a mirar al resto del mundo como si fueran escoria, tiró a la basura sus discos de Iron Maiden y compró todos los de George Harrison. L quedaba maravillada cada vez que el ahora MJ intentaba levantar tres ladrillos atados con una cuerda con la única fuerza de su escroto. MJ la propuso trasladarse juntos a un pueblo en el que habitaban unos compadres de espíritu suyos, el lugar ideal donde podrían dar rienda suelta en libertad a su amor y montar juntos un centro de yoga y encauzamiento de las energías mentales. L flipó ante una idea tan maravillosa, alejarse del mundanal ruido en brazos de su espídico galán, ya que Madrid les parecía a ambos un nido de banalidad y fútil porquería.

L y MJ llegaron al pueblo y alquilaron un local enorme por tres duros. Cubrieron el suelo con esterillas compradas en los chinos y se afanaron en colgar por las calles carteles que rezaban “Escuela tibetana MJL”. La gente les señalaba por la calle, porque los forasteros suelen levantar la murmuración y animan el intrascendente cotarro pueblerino, sobretodo si tienen pinta de no lavarse mucho. La escuela de nobles artes del Transhimalaya se llenó con facilidad hasta la bandera de marujas buscando elasticidad post embarazo y de pseudo modernos de aldea a la caza de pillar cacho con las gachises asistentes. El negocio marchaba viento en popa. Las lugareñas, embelesadas por aquel profesor melenudo que siempre vestía de blanco, corrían a pedir consejo a MJ hasta para saber cómo mitigar mejor los dolores de regla. Una de ellas le miraba con ojos especialmente golosos. Era una chiqueta joven y risueña, de contorneadas caderas y grandes tetas turgentes. MJ comenzó a observarla con ojos de carnero degollado por Buda. Estaba muy buena. Le encantaban su karma desenfadado y su culillo pinturero. L ya no le satisfacía sexualmente por aquel entonces. Follaban de pascuas a ramos del calendario hindú, y de mala manera, ya que ella lo hacía siempre con una irritante desgana. Una mañana MJ decidió que aquello tenía que cambiar. Le espetó a L que ya no la amaba, que necesitaba continuar camino en solitario para hallar el amor verdadero, para unirse a su verdadera pareja espiritual aun no aparecida, y que ella era un lastre para su persona. “Yo creo que deberías marcharte a buscar tu destino, sin rencores, sería mucho mejor para ti”. Tras los consecuentes llantos, L cogió carretera y manta hacia casa de sus progenitores. Dos días más tarde una nueva joven, la levantina AR, se plantó con su atillo en casa de MJ y tomó posesión como nueva ocupante del catre del gurú del pueblo.

AR era pasiva agresiva. Enseguida MJ se dio cuenta de que era una mosquita muerta, que de las aguas aparentemente mansas me libre Krisnha, que de las bravas ya me libro yo. En vez de dejarle la libertad deseada ella le hacía un marcaje estilo Gentile para que no arrimase cebolleta a sus conciudadanas. Si a MJ se le escapaba una miradita furtiva hacia algún culo durante una sesión de yoga MJ le montaba un pollo de cojones. De los dichos a los hechos, AR comenzó a insultarlo cada día con mayor fiereza mientras le daba pescozones y bofetadas, lo acusaba de infiel, de cabrón y de malparit. Una noche le partió un shitar que había costado cien mil pesetas de las de antes en la cabeza. Durante una cena con sus discípulos, AR se presentó de improviso en el restaurante y le arreó una patada en los huevos a MJ que demostró a las claras a sus correligionarios que él no era un ser con ilimitada resistencia física al dolor como ellos hasta entonces creían. AR le perseguía día y noche, mañana y tarde, como una lapa, como polla al culo, desenfrenada y enfermizamente enchochada. Una tarde MJ salió a echar gasolina al carro. A su regreso encontró la casa revuelta y destrozada. Su ropa había sido lanzada a una acequia, y el televisor reposaba en la acera después de salir como un Sputnik por la ventana. Horas más tarde la policía local le hizo una visita con una denuncia por maltrato psicológico en la mano. AR pidió una orden de alejamiento, lo que dio un respiro a MJ, pero ésta le llamaba por teléfono una media de doce veces al día pidiéndole perdón o chillando, y se presentaba a horas intempestivas aporreando la puerta berreando a veces que le amaba o a veces que iba a pagar a unos moldavos amigos suyos para que lo matasen.

Ay amigo, qué cabrón es el destino. Llegó, como pedo en el viento, la explosión inmobiliaria, la gran burbuja de gas mostaza ladrillero. Todo lo construido comenzó a cotizarse por las nubes en la Comunidad Valenciana, hasta en los huertos donde crecía alegre la bachoqueta se hicieron chalés adosados. Los dueños del local y el piso de alquiler de MJ le subieron la renta el doble. Después de un tiempo, como efecto resacoso de tanta ambición, explotó la pompa de jabón constructora y sobrevino la puta crisis inmobiliaria. Al mismo tiempo, en un efecto dominó desconcertante, los alumnos perdieron repentinamente el interés por el yoga. Los mozos y mozas del pueblo, impulsados por sus problemas monetarios, recuperaron viejas tradiciones que en el pasado les mantenían en forma, sustituyeron al caro yoga. Para mantener las carnes prietas nada mejor que correr delante del toro embolado o lanzarse carcasas de petardos a la cabeza unos a otros, eso si que atrae al buen karma. MJ no cubría gastos. Dejó el local y llegó el momento en el que no pudo continuar pagando la casa. Sólo dos chicos gays y el tonto del pueblo seguían acudiendo a sus clases; la pobreza, como una no deseada vendedora a domicilio de Avón, había llamado a su puerta. Se vio obligado a pedir asilo en casa de unos amigos que había conocido impartiendo su elástica disciplina, unos alumnos ejemplares y creyentes como pocos en el mundo de la espiritualidad. En cuanto llegó a su choza se sintió arropado. B y ML eran muy buena gente, allí se respiraba buen rollo. Le llevaron con ellos a unas sesiones de tantra blanco, luego a unas de tantra rojo, y le presentaron a todos sus amigos con los que habían constituido la comunidad Gaya, destinada a transmitir la energía positiva y a librar de lo negativo al mundo. Limpiaban casas de poltergeist, ahuyentaban fantasmas, echaban fuera al mal que habitaba en estado puro en los cuerpos humanos. MJ comenzó a darse cuenta de que el camino del yoga estaba equivocado, que él en realidad era otro elegido por las fuerzas telúricas para guiar a los habitantes de la tierra hacia la luz. B y ML le dijeron: “muy bien MJ, ahora sientes lo que nosotros sentimos, el brillo resplandeciente de Gaya, bienvenido al club”. MJ fue borrando los oscuros recuerdos pretéritos gracias a la meditación, al ayuno y a los excesos con el hach. La felicidad invadía al fin todos los poros de su cuerpo. La libertad absoluta reinaba ebria en su alma como Juan Carlos en el palacio de la Zarzuela.

El ruido de las arcadas de la cría poseída por Belcebú despertó de repente a MJ de aquel trance místico, lo apartó al fin de aquella oleada de olvidadas imágenes. Abrazó fuertemente a la enferma del alma para transmitirla su energía, la cogió en su regazo y le susurró al oído dulces oraciones dedicadas a las fuerzas telúricas de la madre tierra. Mientras tanto, el gurú de MJ, el sumo sacerdote de aquel acto salvador, salió del herrumbroso barracón, se alejó unos metros entre los matojos, se bajó pantalones de pintor, blancos como la nieve, y se puso en cuclillas. Encendió un Ducados mientras sus intestinos crepitaban y evacuaban su contenido a gusto. Paladeó el humo saboreándolo lentamente. Luego, agarró una piedra del polvoriento suelo para limpiarse, se subió los pantalones, apuró el cigarrillo hasta el filtro y lo aplastó con la alpargata contra el suelo. ¿Hay algo mejor en el mundo que fumarse un cigar mientras se defeca? Tras el relajo, tomó rumbo de nuevo hacia la casa. Carraspeó en la puerta para aclarar la voz y traspasó el umbral gritando: “Dios es mi señor, y yo te digo, ¡sal fuera de ella, maldito, sal fuera de ella, sal fuera de ella!”. Ahora la chica expulsaba por la boca una especie de sustancia mezcla entre serrín y ron miel con gas. Cada minuto que pasaba el olor a porro mitigaba más el hedor a orín.

--Cuando me paro a contemplar mi estado
y a ver los pasos por dó me ha traído
hallo, según por do anduve perdido
que a mayor mal pudiera haber llegado;
mas cuando del camino estoy olvidado,
a tanto mal no sé por dó he venido:
Sé que me acabo, y mas he yo sentido
ver acabar conmigo mi cuidado.--

viernes, 18 de diciembre de 2009

III. After auers


Juan Moro, el de Valdemoro, se estaba divirtiendo más que un hijoputa el día del padre. Era ya la hora del ángelus del domingo, la hora de recogerse en la misa de doce o la de salir de cañas hacia las calles de La Latina donde se amontona esa estúpida piara de modernos urbanitas. Pero no, Juan Moro pasaba de todo aquello, él estaba disfrutando de aquel fin de semana interminable que había comenzado el jueves por la noche, y continuaba bailando en aquel after de Chueca, el New Space of Sound, al son ensordecedor de músicas infumablemente mecánicas pero irrefrenablemente pegadizas para cualquier mente atiborrada de sustancias psicotrópicas. Se había metido por la cañería bucal una cantidad indeterminada de pastillas, media docena de tripis, speed a paladas, unas cuantas garrafas de éxtasis líquido y la ketamina necesaria para anestesiar a todos los animales del zoo de la Casa de Campo y del circo de Ángel Cristo juntos. El número de copas de Pampero con cola consumidas por el mozo sólo podría ser calibrado por una auditoría supervisada a fondo por Price-Waterhouse. Hacía ya muchas horas que se había pulido los cuatrocientos euros que le habían pagado el miércoles unos picoletos de la escuela de guardias jóvenes de Baltimore a cambio de unos gramos de nieve cortada por él mismo hasta la saciedad con polvos de talco comprados en el Lidl. No llevaba ya ni un pavo en la cartera, y su gaznate sólo cataba líquidos gracias a las continuas invitaciones de John, un gay yanqui de dos metros de estatura al que había conocido hacía unas horas tras tirarle encima una copa de vodka con Cointreau. Juan había insistido en pagarle otro cubata al maromo para compensarlo por su torpeza y el pivot de Millwaukee, ante tal gesto de altruismo, se había quedado prendado de esos ojillos negros del Moro. El norteamericano se convirtió así, por puro enamoramiento, en el servidor de Juan durante unas horas, en su genio gay de la lámpara. Si Juan quería beber John acoquinaba al camarero; si Juan tenía hambre John se ofrecía a llevarlo a su piso a comer una hamburguesa; y si Juan iba a necesitar amor allí estaría John para dárselo todo, todo. John no paraba de pensar en ese pelo ensortijado y en esa piel morena sobre las sábanas de seda de su dormitorio. Juan tenía el cerebro ya tan abotargado por las drogas y el baile del pim-pan-pim-pan que si lo hubiesen penetrado por sorpresa ni se hubiera enterado hasta el martes por la mañana. El yankee se sentía ya casi victorioso, arrimaba cada vez más cebolleta sobre Juan sin que el joven deeler valdemoreño opusiera resistencia. Tras varios acercamientos John decidió cruzar el Rubicón, y le echó mano al paquete con la decisión de un Marine de la 101 división aerotransportada durante el día D . La virilidad de Juan salió de repente en su defensa desde la linea Maginot de su bragueta y le despertó del colocón de sopetón, como en un salto al vacío. El percal no era de su agrado. Toda su vida pasó ante sus ojos en unos segundos e incluso en centésimas calibró cómo resultaría la experiencia del sexo con un hombre, si en el fondo no sería cuestión de probar, ya que tanto en el comer como en el follar todo es empezar. Pero, haciendo caso del casticismo más recalcitrante que habitaba en lo más hondo de su corazón, decidió la solución cobarde, la huída. Se le ocurrió espetar el previsible estribillo: “voy a mear”, y salió como alma que lleva el diablo hacia los servicios del antro. Evacuaría su agüita amarilla, después se escabulliría por la puerta y si te he visto, John “gay pagacopas”, no me acuerdo. Pero no todo iba a ser un camino de rosas hacia la salvación. Al divisar el meódromo desde la puerta el panorama no era precisamente edificante: aquello parecía una reunión de obispos borrachos el día del apocalipsis. La oscuridad era casi absoluta y una multitud de siluetas musculosas se adivinaban, cimbreantes como anguilas eléctricas, entre la penumbra. Juan Moro corrió entre aquella maraña de cuerpos sudorosos como Casio Querea por el bosque de Teutoburgo. Consiguió entrar a duras penas en una cabina cagadero al fondo de aquella Gomorra. Al comprobar que el habitáculo carecía de puerta le recorrieron escalofríos desde la nuca hasta el orto. Mientras aflojaba la vejiga giró su cabeza y, entre las sombras, adivinó la silueta John, que entraba en su busca como caballo desbocado en aquella mezcla de cuarto oscuro y baño. El elefante no tardó en penetrar en la cacharrería y en identificar al Moro gracias al voluminoso peinado rizado micrófono que el de Valdemoro lucía como si fuera el sexto hermano de los Jackson Five. John entró en aquella sucia garita y se colocó frente a frente con Juan, duelo al sol bajo los focos de neón que hacían lucir fluorescentes las dentaduras. Intentó darle un beso, pero éste le apartó la boca. Juan Moro no llegó a llorar como Boabdil en Granada, pero casi. Sólo acertó a decir: “John, ya me he fijado que te gusto, pero soy heterosexual, ¿comprendes? Heterosexual…”

--Como las heces cálidas de un palomar vetusto
mil sueños en mí dejan una dulzura ardiente:
y así mi corazón es como un triste arbusto
que tiñen rojas gotas de un oro incasdencente--