lunes, 30 de noviembre de 2009

II. Odio y heces

J odiaba las clases, odiaba a los profesores, odiaba a los alumnos de todas las edades, incluso odiaba a las pizarras y a las putas tizas. Si todos se murieran él sería feliz. Los otros niños le machacaban, le pegaban, le vejaban, le insultaban. J no cagaba nunca en el colegio, y rara vez meaba, se las arreglaba para aguantarse hasta casa, ya que le daban arcadas sólo de pensar en entrar en aquellos repugnantes wateres adornados con tan penetrante hedor a orín y humanidad infantil. Salía de su casa a las ocho de la mañana y regresaba a las cinco y media de la tarde, la tortura era larga. Durante ese lapso de tiempo su cuerpo no se vaciaba de líquidos más que mediante el sudor y la excreción nasal. Gracias a la práctica de tan escatológico deporte y al paso inquebrantable de los años, que siempre al humano le añade diabólica experiencia, J consiguió un tremendo control de sus esfínteres, su recto se convirtió en una válvula de acero infranqueable para las heces fecales, una habilidad inversamente proporcional a su facultad de controlar la eyaculación, reto que nunca llegó a superar ni con entrenamiento duro a base de masturbación compulsiva estilo mandril. J podía, además, hacer sonar sus intestinos con la habilidad de un maestro de la gaita, podía interpretar bellas melodías al estilo de las de Carlos Núñez con el suave pero bizarro viento de metano que expulsaban sus nalgas al relajarse. Era capaz de conseguir un cuesco de aceptable sonoridad cada quince segundos sin esfuerzo, y repetir esa flatulenta operación durante horas sin desfallecer ni acudir a urgencias del hospital. J es en la actualidad claramente comparable en cuanto a pedos con Usain Bolt en el atletismo. Si el esprinter jamaicano es capaz de correr los cien metros lisos en nueve segundos y sesenta y nueve centésimas, J es capaz de convertir una lata de fabada litoral en novecientos sesenta y nueve malolientes pedos en cien minutos, y todo ello sin necesidad de perder el tiempo en un gimnasio ni de maltratar su cuerpo con pesas o anabolizantes.

J estaba enamorado de una niña calienta pollas de su clase, M, que ni se dignaba a mirarle. Las hembras, por aquel entonces e incluso siempre, no reparaban más que en los delincuentes juveniles y en los viriles repetidores, únicos machos a los que dejaban magrear sus inmaduros cuerpos tumbadas sobre el césped de los míseros parques del extrarradio. J se masturbaba compulsivamente pensando en ella y una tarde consiguió la cifra record de ocho eyaculaciones; tuvo que pasar la fregona con energía sobre el suelo de su cuarto, aprovechando el rato en que su madre bajó a tirar la basura, para mitigar las agrias mancha con las que había adornado el parquet. J perdió la cordura una mañana, ya que durante el recreo le contó a un supuesto amigo que le gustaba M, que estaba locamente enamorado de ella. Un mes más tarde Jesús Cerdá, un matón repetidor tres años mayor que él y compañero de séptimo curso de EGB, se acercó a J a la salida. J creyó que le iba a llamar maricón y a pegarle, como hacía siempre, pero éste, entre sollozos, relató que la chica por la que bebía los vientos J le había confesado a él, mientras hacían el amor bajo un pino piñonero del parque sito junto a las vías del tren de Alcorcón, que estaba loquita por J, y que ella no se había corrido durante aquel coito con la excusa de que sólo podía alcanzar el orgasmo pensando en J. M le había pedido llorando a Jesús que por favor hablara con J para hacerle llegar sus sentimientos, que no podía decirle aquello en persona porque le daba vergüenza que sus amigas la vieran con uno de los feos del colegio, que si J la amaba de verdad acudiera al cine del barrio aquel sábado por la tarde, a la sesión de las siete, y que dentro, en la última fila, se encontraría con él. A J le dio un vuelco el corazón aquel martes, y hasta el sábado no se le levantó el nabo ni para hacer una paja, todo por amor. Soñaba con dormir con ella, sorprendentemente no con que se la chupara; se había vuelto noble y limpio de repente. Llegó el sexto día de aquella semana y J se acicaló, se vistió con unos pantalones Levis piratas del rastrillo del San José de Valderas, se calzó unas Nike Wimbledon de su hermano que le estaban dos números grandes y se embadurnó hasta provocar el vómito en sus semejantes con la colonia Brummel de su padre. Se marchó al cine nervioso como un flan Dhul fantaseando en cómo sería aquello del amor real de carne y hueso. Llegó diez minutos antes de comenzar la sesión. Echaban un suculento programa doble: “Los liantes” y “El lago azul”. Aguantó casi cuatro horas en soledad esperando a su amada, que nunca apareció por el lugar. Al menos J pudo tirarse sus habituales ventosidades a gusto sin miedo al rechazo de su Julieta. A la salida se dio cuenta de la burla al ver a Jesús y a tres más de los hijos de puta de sus compañeros enfrente de la puerta riéndose. Le llamaron maricón y gilipollas a gritos para que toda la gente lo escuchase. Le siguieron casi hasta su casa mofándose de él, incluso le dieron tres collejas que le dejaron el cogote color papaya. Las risas en clase siguieron hasta final de curso, y las hotias en su contra también, cíclicamente, día sí y día también. Años más tarde, J, enchufado por su hermano mayor, consiguió trabajo en un periódico de tirada nacional, y en la actualidad cobra más de dos mil euros de sueldo por casi no hacer nada. J mataba las tardes de adolesciencia y soledad en su habitación escuchando los discos de Pink Floyd y de los Eagles de su hermano, fingiendo que era un tipo sensible y que amaba la música de los grupos dinosaurio de los 70. J se sigue masturbando compulsivamente, incluso en los servicios de su trabajo, incluso después de follar con su mujer, incluso, a veces, excitándose con los anuncios de putas de los canales de televisión local. J sólo se quiere a sí mismo, a los demás les pueden dar por el culo. J tiene que fingir todos los días de su vida que siente algo positivo por alguno de los restantes habitantes del planeta tierra. J caga todos los días dos veces en el trabajo. J dice que ha leído a Jules Renard, sospecho que es mentira.

--Pelo de Zanahoria, las nalgas apretadas, los talones bien plantados, se echa a temblar en las tinieblas. Son tan espesas que se cree ciego. De pronto una ráfaga lo envuelve como un paño helado, para llevárselo. ¿No hay zorros y hasta lobos echándole el aliento en los dedos, junto a las mejillas? Por lo visto, lo mejor es precipitarse hacia las gallinas con la cabeza adelante para agujerear las sombras. Tanteando, coge el gancho de la puerta. Al ruido de sus pasos las gallinas, asustadas, se agitan cloqueando sobre sus perchas. Pelo de Zanahoria les grita: -¡Callaos ya, soy yo!--



1 comentario:

  1. mmmm, me recuerda mis espantos en el colegio, pero yo superé la eyeculación precoz, me gusto. Te seguiré leyendo.

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