martes, 20 de abril de 2010

X. Argentinos y cantautores


Sobre el cenicero de cristal descansaba un humeante porro tamaño trompeta. Juan Moro jugaba a la Play-Station con los altavoces de la tele a punto de estallar, de estruendo en estruendo ensordecedor. La buhardilla entera rezumaba olor a hachís por sus cuatro puntos cardinales. De vez en cuando, de la boca del Moro salían algunos improperios dedicados a los personajes del juego y su rechoncho cuerpo, mezcla de hinchado culturista y joven farlopero, votaba con indignación sobre el asiento. ¿Cómo habría ido a parar ella a allí? Era algo tan inexplicable y delirante como la Teoría de Cuerdas. ¿Cómo una persona de gustos y sensibilidad tan refinados descansaba en ese momento sobre la cama de aquel joven camello de medio pelo?

-Juan. Juan. JUAN. ¡JUAAAAAAAAAANNNNNNNNNNNNN!.

Gritar no era suficiente. Juan no escuchaba, era imposible, la insoportable musiquita de aquel engendro de diversión se lo impedía. Amparo, en pelotas sobre el lecho no conyugal, se estaba indignando por momentos ante la falta de atención de su amante bandido. Sobre la mesilla, junto la enorme cama de dos por dos metros con espejo perpendicular sobre el techo, su bolso reposaba confiado. Amparito se retorció hasta engancharlo, rebuscó dentro de él y sacó del fondo un ejemplar de “Le Monde Diplomatique” requetedoblado. Se puso a hacer que leía con cara de concentración y mala hostia, pero no consiguió concentrarse en la lectura, no se sabe si por la indignación ante la ausencia de cariño, por el ruido ensordecedor o por lo insoportable que suele resultar esa especie de estomagante diario cultureta que trataba de escudriñar.

Tras el sonido de una explosión que removió hasta los cimientos del adosado, una frase metálica emitida a tres mil decibelios por los bafles de la tele (“GAME OVER. YOU´RE DEAD, MOTHERFUCKER”) dio por finalizada la partida. El silencio se hizo. Entonces Juan Moro se levantó del sillón y se dirigió enfilado, como circulando sobre raíles, hacia la mesilla de noche. “¿Qué tal, preciosa?”. Amparo no hizo ni puto caso a la frase zalamera, ni levantó la mirada del papel. Juan abrió el cajón más bajo y sacó una cajita metálica con la tapadera imitando al nácar. De su interior extrajo una especie de cucharilla y con ella, escarbando como un escarabajo pelotero sobre la hez, rascó una miajica del polvo blanco de los dioses que habitaba en el fondo del receptáculo. Su hábil mano moldeo sobre la mesilla tres suntuosas lonchas con forma de pimiento morrón dispuestas como ambrosía. “¿Quieres, cariño?”. Como no hubo respuesta a la pregunta el puto “moro” no tuvo miramientos en insuflar por su nariz mediante tres certeros sorbetones toda aquella cara maravilla. Cuando terminó de ponerse, corrió hacia el otro extremo de la habitación, donde había una máquina semiprofesional de pesas sobre la que se sentó y comenzó ha hacer espasmódicos ejercicios para fortalecer pectorales.“Uno dos, ufffffffffffff, ufffffffffffffff, uno dossssssss, arrrrrrrrrrffffffff”. Al cuarto de hora de esfuerzo sobrehumano se cansó y, sudando como un pollo, dejó la máquina de tortura y tomó dirección hacia el catre. Cogió de nuevo la cajita y sacó con la uña un par de bolitas blancas que se introdujo una por cada agujero de la napia; remató la jugada frotándose las encías con el polvillo sobrante. A continuación, con un gesto atlético, se lanzó sobre la cama ejecutando un salto con gran estilo Foxbury-Flop; al caer sobre la mullida superficie provocó que Amparo rebotase un palmo por encima del colchón como si fuese la niña de “El exorcista” en plena levitación. Juan apoyó la cabeza sobre su mano, con el codo recostado sobre el colchón, y se quedó mirándola con una sucia sonrisa sobre la cara.

-¿Qué tal preciosa? ¿Te diviertes?

Amparo dejó el sesudo periódico y contestó a tan filosóficas cuestiones con gesto de encontrarse francamente molesta.

- Juan, tío, llevo aquí una hora tumbada y tú ni puto caso. ¿Vas a parar en algún momento? Tío, es que es como hablar con una pared.
- Follar con una pared, diría yo, jeje.
- No me hace gracia.
- No creo que sea para tanto, coño, te quedaste transpuesta y a mí me es muy difícil estarme quieto más de cinco segundos seguidos, ya sabes. Hazte un porro, anda…
- Juan, no; no voy a fumar más de esa mierda. Parece que no te das cuenta de que te estás matando poco a poco. Tienes la cabeza vacía.
- La vida es así de dura, pequeña, jeje.
- No sé qué estoy haciendo aquí contigo, siempre es lo mismo. Ayyyyy, y no me toquessss la cara, estás sudando como un cerdo, qué ascooo… Es que no te entiendo, ¿a ti sólo te importa jugar a esa mierda y meterte rayas hasta explotar, ¿es que no te preocupa nada más? ¿Es que te suda los cojones lo que yo piense o lo que haga con mi vida? ¿Te importo algo? Responde…
- Tienes un culo estupendo, cariño…

Amparo, “amparanoica” para los amigos (nótese la malvada vuelta de tuerca que algunos le dieron al nombre de la cantante clónica imitadora de Manu Chao), nació y se crió en Aranjuez como una niña rara, rara, rara. Ciento cuarenta y nueve en los test de inteligencia del colegio y, sin embargo, gilipollas. Creció con un buen culo, con unas buenas tetas, con bella carita de princesa rubia, con muy buenas notas, todo sobresalientes, matrículas y algunos notables; una hembra con grandes aspiraciones, pero por el contrario no había en este mundo un ser humano capaz de aguantar a una niña tan mamahuevos, pedante y respondona. Amparo, “amparanoica” para los amigos, nunca destacó por su simpatía, sí por su dislexia, su desprecio por el prójimo y su mala leche. Amparo contaba a quien quisiese escucharla que los niños de su clase la apedreaban porque no jugaba con ellos y se dedicaba a leer en el patio; se devoró toda la colección “Barco de vapor” durante aquellos años de ostracismo mientras le llovían risas y mamporros. Los demás se descalabraban en sus juegos infantiles y ella soñaba con hadas y países encantados de pacotilla, en ser la salvadora del mundo. No era capaz de mezclarse con los humanos de su alrededor, pero no por diferente, sino porque se creía tocada directamente por la mano de los dioses, pensaba que era superior al resto de aquella infecta especie humana, los miraba con desprecio y repugnancia desde su pedestal, conectaba su walk-man y se abstraía de tanta vulgaridad escuchando las preciosas tonadas de los Hombres G que tanto la gustaban. Mirándose al espejo podía observar a una elegida para la gloria entre toda aquella cuadrilla de energúmenos, un diamante en medio de aquella descomunal mierda; jamás, se juró a sí misma a los once años, jamás rozaría su piel con ninguno de aquellos seres inferiores. Sin embargo, la contradicción y la aporía humanos son y, desde que tuvo la primera regla, comenzó a necesitar imperiosamente la presencia de un macho junto a ella, para dominarlo y manipularlo, no para follárselo, que era algo aparentemente demasiado primitivo para su intelecto, sino más bien para joderle la existencia en venganza hacia su especie. Desde muy niña le contaba sus penas a un psicólogo sobre cuyas zarpas la condujo su madre, que era una profesora de primaria neurasténica obsesionada con lo mala que era la televisión para los niños. Amparo se volvió adicta a esa especie de alcahuetes fingidores especialistas en escuchar poniendo cara de salvapantallas interesado. Algunos de estos nobles profesionales hacían dibujitos en sus cuadernos mientras escuchaban los delirios de grandeza de tan excelsa criatura. Y cuando fue creciendo sus terapeutas pensaron en varias opciones de tratamiento para ella: unos deseaban matarla mientras asfixiándola con una bolsa de plástico la sonreían, , mientras otros se hacían pajas por las noches fantaseando con su cuerpo desnudo empalado.

Los test de inteligencia fueron inventados por los sesudos ingenieros del ejercito de Estados Unidos para encontrar soldados perfectos, para separar el grano de la paja y hallar al más rápido en reaccionar ante el peligro, al que montase el fusil con los ojos vendados y a quien siguiese órdenes sin pensar que para ello tenía que destripar algún que otro humano de rebote. Amparo resolvía los estúpidos de estas pruebas como si fuesen sencillas sopas de letras, poseía una gran rapidez mental, una sobresaliente habilidad con el razonamiento abstracto y absoluta incapacidad para todo lo demás. Su pensamiento más habitual era lo imbéciles que eran sus amigos, su familia y conocidos por no poder resolver los sudokus tan supersónicamente como lo hacía ella. Tener un cociente intelectual alto alimenta mucho el ego y jode la vida de muchas personas cuyas existencias transcurren creyendo las mentiras fabricadas por otros. Amparo, “amparanoica”, era la reina de las flores. Competía con su hermano a ver quien leía más rápido un libro. Su record está actualmente en devorarse en un día “Las partículas elementales” y “La posibilidad de una isla” de Houellebecq, de un tirón y sin comer. En su casa se sentía como un pájaro enjaulado, tenía que ver mundo. Se puso a trabajar de peluquera para ganarse unas perras mientras estudiaba en la universidad su gran pasión: la carrera de psicología. Quería especializarse en comportamiento infantil. A los diecinueve se marchó a vivir con un pobre chaval. Duraron juntos casi un lustro. Ella era celosa hasta la extenuación. Él era un cantautor argentino charlatán que se ganaba la vida en la madre patria repartiendo flyers por la zona de Huertas los fines de semana. Le vigilaba como una perra en celo, espiaba a escondidas sus llamadas y mensajes del móvil. Si salían y él apartaba la vista de su culo, ella se ponía hecha una furia al llegar a casa y le decía a voces, para que se enterara todo el vecindario, que era un cabrón, un hijo de puta y un maltratador psicológico. Hasta cinco veces le echó de casa, pero al poco tiempo le pedía que volviera, le decía que no podía vivir sin él. Durante la última de aquellas dolorosas separaciones, en la que ella le acusó de mirar a otras sin su consentimiento, Adrián, el ínclito novio, tuvo que mudarse por unos días a casa de su mejor amigo. Aquellas noches le contó toda aquella tortura a Víctor, el compañero de fatigas oriundo de Mar del Plata que le acompañaba con el contrabajo cuando cantaban por algunos garitos del centro a cambio de unas migajas de euro. Vic se ofreció a mediar en aquella disputa con Amparo, prometió que quedaría con ella para explicarla que Adri era un tipo fiel y de fiar como ya quedaban pocos, que no debía preocuparse por todas aquellas zorras que les rondaban por la noche buscando guerra, que podía confiar en él. El jueves de la semana siguiente Adrian acudió a su domicilio conyugal a recoger algo de ropa interior, porque después de una semana expulsado por la vía rápida de aquel “Gran Hermano” que vivía con la “psicoloca” ya no le quedaba ni un calzoncillo limpio. Entró sin hacer ruido y cuando abrió la puerta del dormitorio rumbo al cajón de su ropa interior se sorprendió al encontrar dos personas en pelotas sobre el catre. Una de ellas era Amparo, la otra Víctor. Amparo comenzó a gritar presa del pánico y a negar la mayor, diciendo que aquello no era lo que parecía, mientras que Adrian golpeaba con el canto de un cajón del aparador la cabeza de Vic, que sangró profusamente por la frente hasta que media hora después una ambulancia escoltada por dos policías municipales consiguió evacuarle de aquel infierno en la tierra.

Amparo terminó la carrera en la Universidad Autónoma con un sobresaliente de media. Acto seguido se presentó a unas plazas para psicóloga de instituto que se habían convocado por comunidades autónomas. Estudió y estudió mientras se follaba a una decena de argentinos y de cantautores, o de argentinos cantautores, daba igual el orden de las palabras, eran las únicas personas lo suficientemente sensibles para entenderla. Además, por alguna extraña razón, eran con los únicos que se le mojaba la entrepierna. Y decidió poner tierra de por medio respecto a su escoria de familia y amigos, con dos ovarios. Se presentó a las oposiciones por la Comunidad Valenciana. La muy puta obtuvo una de las cinco mejores calificaciones de la promoción de loqueros. Eligió la plaza que ofrecía un instituto de enseñanza secundaria en Villena, un pueblo precioso y tranquilo cerca del mar y apartado del mundanal ruido, o al menos ella construyó esa imagen bucólica del lugar en su mente. Allí de nuevo vio la luz: conoció a Giusepe, un cachas profesor de gimnasia nacido en Buenos Aires de madre española y abuelos italianos que había emigrado a España gracias a la doble nacionalidad huyendo de la crisis y el corralito. Fornicó con el menda musculitos una temporada de forma cansina y hastiada, hasta que él se largó un jueves por la mañana sin decir ni pío y no volvió. Ella le dejó mensajes en el móvil rogándole que volviera, asegurándole que era el hombre de su vida. Para frenar la depresión del post amor se apuntó a clases de yoga en un centro cultural. Rápidamente, casi sin darse cuenta, se quedó prendada del gurú profesor, un tipo alto, con una preciosa melena rubia llena de largas rastas y que siempre vestía de blanco inmaculado. MJ era una especie de mezcla entre Bob Marley, Raví Shankar y el Dalai Lama, pero mucho más demagogo si cabe que estos tres personajes juntos, todo un record. MJ la sorbió el seso con facilidad, también el sexo, se folló a la psicóloga en los servicios del centro cultural después de una clase. Los chillidos que ella pegaba los escuchó hasta el conserje. Luego al profesor de yoga le tocaría finiquitar su relación de tres años y medio con L, un asunto algo más éticamente peliagudo para un buenrrollista como él. Le contó el sermón, a sabiendas mentiroso, de que había llegado el momento de ser independiente y no tener roles de pareja. A ella se le cortó la regla en aquel mismo instante de la impresión.

MJ se mudó dos días más tarde a casa de Amparo, que todavía no era “amparanoica” para él. Tras las tres primeras semanas de coitos salvajes, Amparo comenzó, a la chita callando, a controlar la vida y aspiraciones de MJ. Empezó a criticar el estilo de vida del profe de yoga y a calificar de putas descerebradas para arriba a sus alumnas. Le decía que aquello era una mierda, una gran mentira, que no era más que gimnasia de mantenimiento para putas y que él sólo usaba su elasticidad para ejercer el poder mental sobre las pueblerinas con la intención de cepillárselas. Amparo dejó de frecuentar sus elásticas clases y le montaba pollos cuando regresaba a casa. Más tarde comenzaron los insultos aderezados con rabietas histéricas. A la octava semana le lanzó un cuchillo de cocina de punta a la cabeza. Una tarde de noviembre MJ terminó sus clases y se dirigió hacia su cubil. Al doblar la esquina de su calle pudo ver cómo de su ventana salían objetos voladores no identificados. Sobre la acera descansaba casi toda su ropa de colorines hippys hecha girones, su ordenador portátil desvencijado y su shitar partido por la mitad. Removió aquellos bártulos con estupor y pena mientras los vecinos le miraban desde las ventanas. Preso de la ira subió las escaleras de tres saltos hasta el segundo piso, abrió con fuerza la puerta, era el momento de pedir explicaciones a aquella pirada. Ella salió de la cocina y se abalanzó sobre él a grito pelado diciéndole que era un pedazo de hijo de la gran puta cabrón de mierda. MJ esquivó un puñetazo, pero una segunda hostia le impactó en un pómulo, y Amparanoica aprovechó su aturdimiento para golpearle con una figurita de buda de bronce sobre la coronilla y para morderle con fuerza canina en el brazo con que él intentaba parar los golpes. Una ambulancia se llevó a MJ al centro de salud y un coche de la policía municipal a Amparo al cuartelillo de los pitufos. “No había quien sujetase a esta hija de la gran puta”, comentaba muy serio uno de los agentes del orden dentro del automóvil patrullero. La noticia corrió como la pólvora por el pueblo y alrededores. MJ fue catalogado como un puto líder espiritual entre los lugareños de la zona, mientras que a ella la consideraban una zorra loca de atar. Amparo cogió un tren, sin avisar ni en el trabajo ni a sus caseros, y partió de regreso hacia dónde se cruzan los caminos y el mar no se puede concebir, retornó fugitiva a la ribera del Manzanares con las trompas de Falopio entre las patas.

Amparanoica tardó en levantar cabeza. Sus amigos no daban crédito a su tan temprano retorno desde aquel destino campestre soñado. Muchos se reían a sus espaldas y se alegraban de que fuese tan desdichada; los progres gafapastas de los que ella se rodeaba suelen ser especialmente crueles y envidiosos. Amparo decidió que tenía que probar cosas nuevas. Pensó que lo más lógico después de todas aquellas vicisitudes con los cabrones de los hombres era hacerse lesbiana. Empezó a autoconvencerse de que la atraían las mujeres. Curiosamente había encontrado un trabajo escribiéndole los discursos a una secretaria de estado del Ministerio de Igualdad, todo era una premonición. Una noche salió por Chueca con dos de sus compañeras de trabajo y, tras media docena de copas, acabó en la cama con ambas. Los daiquiris y mojitos comenzaron haciendo aquello soportable para su estómago, a pesar de que aquel par de leñadoras estaban en totalmente en contra de la depilación. Se autoconvenció de que era una experiencia maravillosa y pudo poner la lengua sobre la entrepierna de su primera partenaire, que se estremeció de placer. Las dos bollos no se habían visto en semejante hito en sus putas vidas, nunca habían tenido a una tía sumamente buenorra sobre su cama. Al arrimarse a las inglés de la segunda Amparo se dio cuenta de que lo suyo no era el conejo con tomate, ni el blody Mary. Salió corriendo y vomitó sobre la tapadera del water todos los daiquiris y la escalibada con castañas de la cena, no le dio tiempo a abrir el ojo de buey fecal. Se vistió a toda velocidad y se largó sin dar explicación dejando sobre el inodoro todas aquellas hieles malolientes. Amparanoica fue la comidilla de todo el gabinete ministerial, aquel par de zorras contaron el incidente hasta al conserje. Ella dejó de frecuentar Chuecaa, que tampoco era lo suyo, y regresó a sus tiempos del Buho Real y el Café Libertad.

Amaparo dijo de nuevo: “buenos días tristeza”; aunque, gracias al Dios de Hegel, al de Spinoza o al de Marx, el invierno pasa pronto para los ingenuos mortales. Aquella primavera se enamoró perdidamente del cantautor Juan Felipe Silva, un lanudo y bardudo cantante que formaba gracioso dúo cómico asincopado con el guitarrista uruguayo afincado en Alcobendas Mauricio Lavado. Mauri la odiaba, pensaba que era una pedante insoportable. Ella admiraba hasta caérsele la baba a Felipe y odiaba al destripaterrones sudamericano. Amapro pidió una y mil veces a Felipe que se fueran a vivir juntos, que iniciasen un proyecto vital en común. Quería ser feliz a su lado y comer perdices. Intentó, con añagazas, quedarse preñada de él, pero era demasiado listo con la marcha atrás. Amparanoica comenzó a odiar a las tías que iban a verles actuar, a esas borregas que les aplaudían con cara de imbéciles. Un día le tiró una copa encima a una, otro llamó zorra voz en grito en medio del Libertad a otra. JuanFe no podía más y la dijo que no quería verla más, que era perjudicial para él. Amparo le dejó cuarenta y tres mensajes en el buzón de voz del móvil llorando y diciéndole que volviese a su lecho, que iba a cambiar. No obtuvo respuesta. Encolerizada se vengó tirándose a Mauri Lavado en los lavabos del Buho Real un jueves que él acompañaba a la guitarra al pedazo de hortera insoportable de Tontxu. Éste se lo contó todo a JuanFe aquella misma noche y, tras el primer estupor, ambos rompieron en una sonora carcajada. “Cacho puta”, le dijo Juanfe. Mauri consiguió el año pasado una plaza de conserje en el ayuntamiento de Buitrago de Lozoya. Juanfe continúa trabajando como ingeniero de producción en Repsol. Mauricio Lavado hace meses que no toca la guitarra, mientras que a Juan Felipe Silva, en una revisión médica rutinaria de empleados de su empresa multinacional, le fue detectada una hepatitis C en fase avanzada y se encuentra a la espera de un donante de hígado que le salve la vida.

(PRIIIIIIIIIIIIIIIIII, PRIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIII—– PRI, PRI, PRI,—- PRI, PRI, PRI, PRI—- PRI, PRIIIIIIIIIIIIIIIIIII). El pito del portero automático, dirigido por el dedo esquizofrénico de una persona que reclamaba que le abrieran urgentemente la puerta del chalet, entonaba esa musiquita acompasada que anima desde las gradas al Real Madrid, esa cancioncilla que acaba con un sonoro grito de: ¡¡¡¡¡¡¡¡MADRID!!!!! Un segundo después sonó (PRI, PRI- PRI, PRI PRI. ) esa tonada cuyos acordes acompañan a la simpática letra de la coplilla: hi-jo-de-puuu-ta. Pero Juan no se dejó desconcentrar de la faena, pegó un par de empujones espasmódicos más y sus huevos explotaron como en un torrente. Tomó aire, descabalgó de aquellos cuartos traseros, escupió un potente salivazo sobre el cenicero y se fue con los huevos colganderos hacia el telefonillo, que seguía tronando.

-¿Quién essssss?
-Juan, soy yo, vengo a por lo mío.
-Vaya momento, coño, Norber; espera que te abro.

El Moro pulsó el botón de abrir la puerta del patio de su adosado. Norberto entró y le esperó junto a los escalones del interior sentado en una sillita de jardín. Juan se puso unos pantalones cortos de thai-boxing y bajó a la cocina. Retiró una tabla del rodapié de debajo del fregadero y sacó un paquetito requeteenvuelto en cinta de embalar. Al abrir la puerta blindada vio allí fuera a aquel puto madero escolta de Urdangarín, vestido impecablemente con traje de Armani y corbata, aguardándole mientras se fumaba un peta.

-Te dije que vinieras mañana, Bertín.
-Lo siento tío, es que me han llamado y salimos muy temprano para Estados Unidos. Y Bertín se lo llamas a tu puta madre, jeje.
-Bertín Osborne. ¿Adónde os marcháis, otra vez a Nueva York?
-No, me han dicho que a Aspen, a no sé que rollos de una fundación de niños de no sé que hostias podridos por la enfermedad. Luego el cabrón aparecerá cinco minutos y se irá a esquiar. Y se deja aquí a la parienta y a los niños del maiz, qué morro tiene.
-Que me aspen, qué lejos te llevan tus jefes, cabrón. Él a esquiar y tú a hacerte nevaditos ¿Y te vas a llevar todo esto, mamón?
-Tranquilo, a nosotros no nos registran, no pasamos ni aduana ni hostias en vinagre.
-Siempre os la podéis meter la farlopa en el orto, pero no dejes que te la huelan los cabrones de los perros. ¿Vais los tres? Con esto tenéis para un regimiento…

-Viene conmigo el Rogelio y Andrés, seguro que no va a sobrar, el Andrew no puede vivir sin meterse unas lonchas, si lo supieran en la brigada…

-¡Ehhhhhh, Manolo, no te salgas, vuelve padentro, cabrón!

Manolo, el perro pitbull (todos los perros se parecen a sus amos) de Juan Moro, aprovechaba cualquier resquicio para escaparse, y en cuanto observó la puerta del patio entreabierta vio el cielo abierto para salir a aterrorizar al vecindario. Juan salió tras él a la calle, descamisado y descalzo. Norber le siguió riéndose al observar tan pintoresco cuadro. En ese momento doblaba la esquina un coche de los municipales. El Moro los saludó al pasar y ellos le devolvieron efusivamente el gesto por la ventanilla. Cuando desaparecieron por el fondo de la calle Juan se tocó los huevos con la mano en señal de desprecio hacia aquellos facinerosos guardianes del orden.

-¿Y estos hijos de puta no te dan la lata de vez en cuando?
-Qué va, tío, son buenos clientes, y yo les hago un buen precio. Reciprocidad creo que lo llaman, hoy por ti mañana por mí. Son unos hijos de puta, pero el negocio es el negocio.
-A mí me dan asco los pitufos, son la puta escoria de la humanidad. Bueno, tío, yo me piro, que te vaya bonito.
-Que no te detengan con eso, que te llevan a Alcatraz con tu jefe.
-Descuida. Te haré propaganda en el cuerpo de marines maderos.
-Gracias por la propaganda amigo.

Juan se despidió lanzándole un besito con la manita extendida como si le enviase un soplido de amor. Encerró en el garaje al cabrón huidizo de Manolo y subió las escaleras dando botes por los escalones hasta la buhardilla. Allí estaba Amparo, desnuda, recostada de medio lado sobre el catre, fumándose un porro de maría y fingiendo que veía muy interesada un capítulo de “Redes” en la tele. Habitualmente no comprendía la mayoría de las cosas de las que hablaba Punset con aquella cuadrilla de pirados a los que visitaba, pero lo que importaba por encima de todo era proclamar a los cuatro vientos que le gustaba aquel programa tan científico y maravillosamente gafapasta. Además, a ella le ponía mucho el chinito Miguel Jo-Lee cuando hacía sus inefables intervenciones dando noticias chorra sobre supuesta ciencia.

Juan se acercó y la acarició los cachetes del pandero como muestra de amor y comprensión.

-¿Dónde lo habíamos dejado, cariño?
-Juan, esto no puede seguir así.

Una lágrima de cocodrilo brotó del ojo de Amparito, había que hacer notar cierto perenne descontento existencial. Al mismo tiempo, otro líquido comenzaba a chorrear despacio entre los finos carrillos de su culo. Se limpió ese caldo de la vida con la sábana mientras gimoteaba. Juan cambió de canal la caja tonta y puso una cadena de videos musicales cutres, subió el volumen hasta que retumbaron las paredes y simuló un baile sexy delante de ella. Después se preparó una raya, y le siguió otra, y otra, y otra, y se fumó un porro, y otro, y otro. Y al rato volvieron a follar, y ella se volvió a correrse mientras él le pellizcaba los pezones hasta hacerla daño. Y luego ella lloró otra vez. ¿Qué coño estaba haciendo allí con aquel tipo que ni tocaba la guitarra ni tenía acento porteño? ¿Qué se le había perdido a ella en aquel infecto pueblo de Valdemoro?

-Juan, quiero tener un hijo.
-Y yo tres.
-Es mi reloj biológico, que marca la hora.

Juan Moro se tiró un pedo. Le gustaba el olor de sus propios gases. Buenos días, tristeza. Buenos días, tristeza. Buenos días, tristeza.


---Bite my tongue
and I won’t say a word against anyone
but I don’t wanna get my fingers wet
unless it’s an accident

fell out on the street
now I’m watching my shoes and I grit my teeth
but I don’t have to look that way
if I had half a say----


domingo, 21 de marzo de 2010

IX. Rock this town


No recuerdo qué día de la semana era, sólo que fue a principios de abril. Me despertó el insufrible timbre del teléfono a la una del mediodía. Salté de la cama con la boca seca como una alpargata vieja; la cabeza me daba vueltas como si viajara en una máquina centrifugadora del tiempo y casi me caigo al suelo a causa de un repentino mareo. Ataviado sólo con unos raídos gayumbos del Alcampo muy poco a la moda salí al pasillo y descolgué aquel teléfono que echaba chispas. Al otro lado del auricular una nerviosa voz, rasposa y jadeante, esperaba con ansiedad mi respuesta:

“-Síiiiiiii????????????….
-Hola tío, ¿has leído el periódico? Se ha muerto Kurt Cobain. Tío, me he quedado helado cuando lo he leído, dicen que se ha suicidado, que se ha pegado un tiro, no me lo puedo creer tío…
-Pues creételo, coño, pero no hables tan a gritos o me desmayaré…
-Me he quedado helado tío, helado…
-Pues deshiélate. Joder, yo estoy hecho una puta braga, me voy a morir también, como el Kurt, vaya jodida resaca que tengo, cago en Dios…
-Si potas hazlo para otro lado, no me manches. ¿Estuviste ayer con el cabrón del Cule?
-Sí, al salir de clase. Menos mal que tú te fuiste a buscar a Mamen, hiciste buena elección para tu salud. Estuvimos hasta las cuatro y media por los bares de Moncloa, de lo sucedido después tengo una nebulosa mental y acabo de despertarme en mi cama, no sé cómo coño he llegado hasta aquí, pero de algún modo regresé a mi puta casa…Pufff, tengo unas ganas de potar tremendas, me he contenido de hacer el volcán en la cama varias veces…
-Joder, qué puto asco das, ¿Y El Cule?
-Pues no sé, tío, en algún momento de la noche el hijo de puta despareció, como hace siempre, creo que cogió un taxi que pasaba y me dejó despidiéndose a la francesa.
-Pues yo le he llamado a su casa y no ha aparecido todavía.
-No te preocupes, hoy curraba, seguro que cuando me dejó se marchó al puticlub y luego ha empalmado con el trabajo, se iría directamente al bar sin pasar por su puta casa, ya sabes cómo es el cabrón.
-No creo que las negras le hayan dejado quedarse más que una hora en la cama, hora y cuarto como mucho, a esa hora están petadas de clientela y al bar no entra hasta las ocho.
-Pues habrá hecho tiempo por la calle, no sé.
-Espero que aparezca hoy por clase, tiene que traerme el trabajo que le dejé de Gótico y mañana es la fecha límite para entregárselo a la puta de La Coja, me cago en la puta madre que la parió.
-Si no se lo damos mañana no creo que ya nos lo coja la puta Coja, nos tiene un asco que no nos puede ni ver. Jeje, espero que el Cule no lo haya copiado al pié de la letra, como hace siempre, porque como note que son iguales el tuyo y el suyo te veo en septiembre o matriculándotela otra vez el año que viene.
-No me fío de ese cabrón, es capaz de todo, luego sube al despacho de la tía como otras veces y se pone a llorar pidiendo y yo me tengo que aguantar la puta risa en su cara. Y el hijo de puta sale partiéndose el rabo porque le han creído las súplicas y se fuma un porro tan campante, pero a mí me hace pasar el acojone por su culpa como siempre. Hijo de puta.”

El Cule, el Míguel y yo compartíamos equipo de fútbol en la liga de la universidad, Los Mascarrajas. El Cule era un enano cabrón con gran toque de balón, un experto en el uno contra uno. Yo ostentaba el record de expulsión más rápida en la historia del torneo. En un duelo contra nuestros eternos rivales, Los Discípulos de Sodoma, tras el saque inicial de centro recibí el balón y un bigardo garrulo de aquella infame escuadra futbolera intentó quitármelo dándome una patada. El esférico salió fuera de banda. Efectué el saque manual entregándole el balón a sus pies, me miró sorprendido ante tal regalo, pero tras recibirlo me abalancé sobre él a ras de suelo y lo derribé con un barrido estilo Bruce Lee en “El furor del dragón”. Sólo habían transcurrido treinta segundos de juego. El árbitro me expulsó y salió corriendo del campo. El Cule salió tras él pero no pudo darle caza. El tipo al que yo había lesionado se retorcía sobre el suelo, mientras a uno de sus compañeros otros le sujetaban como niñas para que no intentase partirme la cara. Aquel campeonato conseguimos clasificarnos entre los cuatro primeros para jugar el play-off final. En la primera eliminatoria quedamos emparejados con el equipo de los chicos que dirigían el club deportivo de nuestra facultad. Nos frotamos las manos, demasiado bonito para ser cierto, nos caían como el puto culo, teníamos unas ganas tremendas de matarlos. Eran las tres de la tarde de un jueves del mes de mayo, y saltamos a la cancha como barracudas oliendo la sangre de una presa. Las primeras dos entradas fueron asesinas. A los cinco minutos El Miguel marcó un golazo desde fuera del área y lo celebramos haciendo gestos obscenos con nuestras entrepiernas a los suplentes del equipo contrario. Faltando tres minutos para el descanso El Cule se enciscó con uno que le había robado el balón, le persiguió por la banda y le pegó una hostia tremenda por detrás haciéndole añicos el peroné. El chaval estuvo tres meses escayolado. El Cule fue expulsado, tuvimos que sujetarle entre cuatro para que no currase al árbitro y en la segunda parte nos metieron cinco chicharros como cinco putos soles. Se nos quedó cara de gilipollas y esa noche nadie folló con ninguna animadora, en realidad no teníamos animadoras.

Nuestras existencias mundanas no eran edificantes. Vivíamos la mitad del tiempo en el bar de la Facultad, y durante la otra mitad de nuestro periodo de formación universitaria era preferible que no entrásemos a clase, porque dentro no parábamos de hablar, de molestar y de amenazar de muerte a los alumnos que se sentaban en las primeras filas cuando nos chistaban para que callásemos las sucias bocas. Nadie que no fuera de nuestro grupito era capaz de mirarnos a la cara, ya fuera por miedo o por puro asco. Sorprendentemente no suspendí ningún examen durante los cinco años que permanecí en aquel lugar, con el mérito añadido de que nunca estudié más de diez minutos seguidos ninguna asignatura; era una carrera de mentira, inventada para tenernos ocupados un rato, para que las niñas listas se hicieran las sensibles y para que algunos estudiosos de la nada ganasen un alto jornal. Asistíamos a clase borrachos o fumados, nos reíamos a carcajadas en sus caras y no eran capaces ni de afearnos la conducta. En el fondo el resto de alumnos y profesores eran tan patéticos como nosotros mismos, aunque de forma diferente todos éramos la misma masa mierdera de chulos y pedantes.

Al Cule le quedaban tres asignaturas para terminar la puta carrera. Como no estudiaba absolutamente nada, tenía el cerebro de mosquito y consumía más alcohol y drogas que los cinco Rolling Stones juntos parecía imposible que fuera capaz de licenciarse. A Latín de primero, en la que ya iba por la quinta convocatoria, me presenté por él. Sudé mucho durante aquellas dos horas haciendo un examen entre un grupo de personas que sabían perfectamente que yo estaba cometiendo un delito de suplantación de personalidad, pero nadie dijo esta boca es mía. Al segundo parcial de Románico, la única asignatura en la que no se dejaba a la gente salir del aula una vez iniciado el examen, El Cule acudió con un auricular colocado bajo las greñas de la oreja derecha, mientras nosotros, escondidos en el coche del Miguel al otro lado de la ventana, le dictábamos las respuestas mediante un Walkie Talkie. Tras todos aquellos desaguisados a tan inútil personaje sólo le quedaba un obstáculo para concluir la licenciatura: la asignatura de Estética, impartida por el malparido y caradura catedrático Chueca Cromales. El Cule volvió a jugar con fuego al no mirarse los apuntes ni por el forro antes del examen y en la lista final su calificación fue de un cuatro pelado, suspenso en toda regla. El día de la revisión subimos los tres a la planta 11, donde se encontraba su despacho del señor Chueca. Yo me quedé fuera mirando por una ventana desde la que se divisaba la sierra de Madrid, refulgente desde aquellas alturas de Cuidad Universitaria. A la izquierda, se podía ver también el Palacio de la Moncloa, donde por aquel entonces Felipe González se dedicaba jugar al billar con sus amigotes, a plantar bonsáis y a hundir al país en la crisis económica de principios de los noventa. El Miguel y El Cule salieron al cuarto de hora del despacho. El interfecto suspendedor se limpiaba los ojos, empapados por el llanto, con un pañuelo de tela sobre el que se dibujaban sus iniciales en letras mayúsculas: JC. Mediante el típico gesto de golpearse el canto de una mano con la palma de la otra me encomendaron a darnos el piro. Nos encaminamos a las escaleras y, en pleno descenso desde las alturas del edificio “Caja de cerillas”, comenzaron a partirse el culo de risa. El Míguel relataba jocoso:“tío, qué historia le ha contado al Chueca. El hijo de puta le ha dicho que para presentarse a las oposiciones para Policía Nacional tenía que tener hasta tercero de la licenciatura, que para ello sólo le faltaba por aprobar su asignatura, que aquel suspenso le iba a joder la vida y que sus padres le iban a matar, incluso ha insinuado que iba a suicidarse, que había comprado cinco cajas de Optalidones para tal fin. ¿Cómo se puede tener tanto morro? De repente el cabrón se ha puesto a llorar como una magdalena y el tipo le ha dicho que no se preocupara, que le subía la nota a un cinco, que estuviera tranquilo, increíble…” . Increíble pero cierto. Aquel tipo subhumano, el que poco tiempo más tarde fue nombrado por el consejo de ministros director del Museo del Prado, ese gordo sapientísimo con cara de estreñido cuyas clases sonaban a puro paripé y a absoluta tomadura de pelo colectiva, aquella bola de sebo escondía debajo de su capa insulsa superficial a una buena persona (al mismo tiempo que a un crédulo gilipollas). Llegamos al bar y El Cule se prestó a invitar. Al rato llegó nuestro amigo Nacho Capillas, apodado “Norm Petterson” a causa de su incipiente alcoholismo. Nos bebimos cinco minis para celebrarlo y Norm se quedó después con otra gente para beberse tres o cuatro más. Hace un par de años me enteré que Norm había muerto de un ataque al corazón corriendo la San Silvestre Vallecana.

Kurt Cobain se había pegado dos tiros para no tener que soportar nunca más a la zorra hija de la gran puta de Courtney Love. Fue una decisión a todas luces acertada. El Míguel se hacía pajas viendo el video en el que la viuda de Cobain cantaba “Celebrity skin” mientras se sacaba las tetas del vestido. El Cule siguió trabajando en el bar de su cuñado y frecuentando en compañía de su colega El Samba el puticlub de las negras, que luego fueron sustituídas por ecuatorianas pasadas de kilos en las nalgas y finalmente por chinas enanas amarillentas. El Míguel estuvo saliendo cuatro años con Mamen y lo dejaron después de que él se enteró de que ella se estaba trajinando al mismo tiempo a un profesor y a varios alumnos de la facultad de filosofía. El Cule se parecía a Lee Rocker, ahora está calvo. A principios del siglo XXI montó un bar a medias con El Samba, pero a los seis meses dio de quiebra porque ambos metían mano a la caja; tuvo que volver a currar, con las orejas gachas, en el garito de su cuñado. El Míguel conduce desde hace lustros un taxi a medias con otro tipo, explota la noche de los viernes y el resto de semana las mañanas; libra los miércoles, durante los que pilota el pelas de un viejo que ese día va a diálisis.

“-Te voy a dejar tío, la cabeza me da vueltas. ¿Te vas a pasar luego a la salida por el bar?
- No lo sé tío, igual un rato si me escapo de la clase de La Coja. Pero luego he quedado con Mamen, mis padres están en Galicia y hay que aprovechar…
-pa folgar…
-Uno que puede…Ten cuidado no manches de devuelto toda la alfombra de tu madre como el otro día, jeje.
-Que te den por el miguelito, Miguelito…”
(clonc, pi, pi, pi, pi)

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----Brandy oxidado en un vaso de diamante.
Todo parece estar hecho de sueños.
El tiempo está hecho de miel, poco a poco, dulcemente.
Tan sólo los tontos saben que significa.
Tentación, tentación, tentación.
Oh, tentación, tentación. No puedo resistirlo.
Sé que ella está hecha de humo.
Pero he perdido mi camino.
Sabe que estoy sin un duro.
Así que tengo que jugar.
Tentación, tentación, tentación.
Oh, tentación, tentación. No puedo resistirlo.
Rosa holandés y azul italiano.
Está esperándote allí.
Mi voluntad ha desaparecido.
Ahora mi confusión, está muy clara.
Tentación, tentación, tentación.
Ohhh, tentación, tentación.
No puedo resistirlo----

viernes, 5 de marzo de 2010

VIII. Rosenkrantz y Guildenstern


Sobre el agujereado asfalto de la autopista número 1 que une Santiago de Cuba con La Habana nuestro Hyundai Lantra negro corría como un cabrón, volaba bajo. No se divisaba ni un coche sobre el asfalto más que el nuestro en kilómetros a la redonda, sólo pululaban a cámara lenta por sus desiertas cunetas algún carro tirado por escuálidos jumentos o alguna bicicleta pilotada por el Indurain mulato de turno. Hacía muchos años que aquel país se había quedado tirado como una colilla en el arcén; a pesar de nuestras progres simpatías por el comunismo recalcitrante había que reconocer que el mamón de Fidel había dejado la isla hecha una puta mierda, aquello parecía más un solar abandonado a orillas del Caribe que una nación. Atrás quedaban los tiempos en que los chicos listos de la mafia americana y el surrealista dictador fascista Batista hacían florecer la economía cubana con mano de hierro enfundada en guante de idem. En el asiento de atrás dormían tres de mis secuaces como puercos en la cochiquera. Mientras tanto, mi copiloto, el puto murciano, hacía contorxionismo sobre su asiento para coger una postura cómoda que le permitiese planchar la oreja, roncando como una rata almizclera cuando está a punto de parir. A ciento noventa por hora pillé un bache y mi Luis Moya particular se despertó súbitamente con el zarandeo. “Hijo de puta, frena un poco, que nos vamos a matar y ni nos vamos a enterar, pedazo de cabrón…”, me dijo el archenero medio en duermevela; pero rápidamente volvió a lo suyo, a soñar con mulatas en pelotas. Yo no había conseguido hacerme con los mandos del coche hasta aquella mañana de resaca, ya que una de nuestras compañeras de viaje, presentadora del telediario del mediodía en una cadena de televisión nacional, se había hecho cargo del volante durante varios días sin dejar que el resto lo tocásemos ni a hostias. No entendíamos tanto afán de dominatrix por pilotar, y doy fe de que el asiento del conductor no llevaba un consolador incorporado que explicase tal afán de ella. La susodicha, una hembra de encefalograma plano pero con más picardía que un ave de corral (más zorra que las gallinas, hablando en plata) se había añadido a nuestra expedición para expresar desdén hacia el directivo televisivo casado a quien se la estaba chupando por aquel entonces en sus ratos libres; reclamaba con su escapada al Caribe un poco de caso de su adúltero mandamás. Ella ocupaba la plaza de asiento contigua a J. Él, a la chita callando, siempre había deseado penetrar su puntiagudo culo, pero nunca se había atrevido a intentar tal asalto al poder, ya que daba la casualidad de que aquel jerifalte televisivo que ella se tiraba los martes y los jueves por la tarde era el mejor amigo del hermano mayor de J, el alma fraternal caritativa que le había conseguido ese trabajo de más de dos mil pavos al mes en el que se tocaba los huevos, y no era plan de sacrificar su futuro laboral por una gachí, porque si en algún momento se le ocurriese meter de facto su sucia polla en aquella infecta y estrecha vagina corría el riesgo de ser despedido fulminantemente del periódico. Ser un puto enchufado tiene sus pros y sus contras en esta sucia vida.

Seguimos camino cruzando extensas llanuras adornadas por cocoteros y aves carroñeras. En la intersección con Santa Clara paramos a abrevar. El paisaje desolador y el silencio reinaban sobre aquel parque temático de la pobreza y el Stalinismo. Nos equivocamos de camino al retomar la ruta, pero el coche aguantó bien cuando lo conduje acelerando a tope campo a través por la mediana para volver a la senda recta. J me gritó todo tipo de insultos acojonado por la posibilidad de que mi conducción temeraria desembocase con su culo reposando en algún lúgubre calabozo de la policía de tráfico cubana. Cuando se hizo de noche descubrimos que el vehículo carecía de luces de cruce, sólo unas débiles bombillas de posición alumbraban delante nuestra el asfalto. Descubrimos también que el Hyundai tampoco tenía depósito de agua para el limpiaparabrisas, y una nube de bichos tropicales espachurrados de todo tipo emborronaban nuestra débil visión al volante hasta casi cegarnos por completo. Nos apeamos en medio de la carretera y limpiamos el parabrisas con escupitajos y una camiseta sucia de MR, la redactora de Europa Press que ocupaba la segunda plaza femenina del grupo y que de paso daba calor a mi catre por las noches. M tuvo que volver de improviso al habitáculo del coche, le habían picado seis mosquitos king size, dos en la cara, dos en un brazo, otro par sobre el tobillo, se le hincharon las picaduras como pelotas de golf rápidamente y no paraba de rascárselos como si fuera sarna murciana.

Bien entrada la noche llegamos a Pinar del Río. La pequeña ciudad apenas se divisaba a lo lejos, ya que más de la mitad de sus farolas carecían de bombillas. No hay mucha contaminación lumínica en Cuba, gracias a lo cual se pueden ver cielos estrellados incluso en el interior de sus míseras ciudades. Tocaba buscar alojamiento. Muchos cubanos ofrecen sus casas a los visitantes por un muy módico precio, pero la presentadora se empeñó en que quería alojarse en un hotel. La redactora de Europa Press y yo nos opusimos a tal dispendio económico, pero la muy puta consiguió camelarse a los otros dos para llevárselos al huerto hostelero. Cogimos una suite doble y una triple, ambas sin cucarachas, un logro a tenor del aspecto del establecimiento. Las dos mujeres se quedaron duchándose en una de las habitaciones mientras que los machos salimos a buscar comida por los bares, que ya estaban todos cerrados. Preguntamos a los transeúntes, pero nadie sabía algún lugar donde nos vendiesen algo que llevarnos a la boca. Nos ofrecían de todo: alcohol, hachís, farlopa. anfetaminas, incluso sus propios cuerpos, pero ninguno a aquellas horas de la noche podía dispensarnos comida. Por fin. un chaval jovencito se ofreció a guiarnos a casa de una señora, una negra gorda más pobre literalmente que las ratas, que podía vendernos unos frijoles con arroz. “Me habían contado que hace un rato habéis llegado a la ciudad, os he reconocido por el coche negro, decían que había llegado un coche negro con españoles…”, nos relató sorprendiéndonos el imberbe Nelson, que así se llamaba el gachó; las noticias sobre los forasteros volaban en Pinar del Río. Después de conseguir nuestra preciada comida le regalamos una cantidad indeterminada de pesos, suficientes para cubrir su manutención durante un año. Él se marchó a casa feliz por no haber necesitado ejercer sus favores sexuales con tipos como nosotros para llenar el bolsillo. Pero, tras apearse, se dio la vuelta y agradecido insistió mirando fíjamente a J: “Señor, ¿de verdad no quieren que suba a su hotel? Soy gay, no me importa, no les cobraré nada, lo hago por placer…,y si ustedes dos quieren mujeres yo se las puedo traer también…”. J, que conducía, arrancó quemando rueda, todo el mundo que tomaba el fresco en la calle se nos quedó mirando. Me levanté a la mañana siguiente con la boca como una alpargata a causa de los excesos con el ron Guayabita. La redactora, que descansaba a mi lado desnuda con el culo en pompa, se despertó al poco rato musitando palabras inconexas y tirándose pedos. Cuando recuperó la consciencia se puso a despotricar todo tipo de improperios a cerca de la presentadora. Decía que era una zorra descerebrada y que le caía como una patada en el chocho. Yo pensaba lo mismo que ella a cerca de aquella ramera manipuladora sin moral ni escrúpulos. Aquel odio exacerbado, esa pasión, nos hizo echar un polvo mañanero que no estuvo mal. Cuando descansábamos tras el coito como fardos sobre la cama sonaron dos golpes en la puerta. Eran J y M, que nos llamaban para que saliésemos de una puta vez de aquel infecto hotel. Abrí y allí estaban los dos, con caras desencajadas, como si fueran unos cutres Rosenkrantz y Gildenstern cañís. Era casi mediodía y teníamos que partir hacia Cayo Jutía porque se le había antojado a su compañera de cuarto, la ínclita presentadora, que era una “hija de puta”, añadió M en tono bajo cuando J se alejó por el pasillo. Montamos en el Hyundai los cinco con una resaca del siete. Nadie decía ni palabra. Puse la cinta del “Californication” a todo volumen en el vetusto casete, cogí el volante y nos pusimos en marcha a velocidad propia del mundial de rallies por una carretera endiabladamente curvada. Después de hora y media llegamos a la estrecha franja de terreno que une el cayo con la isla. Un tipo desarrapado sentado en una silla plegable junto a una barrera oxidada nos cobró un dólar de peaje por entrar en la zona. Una playa de arena blanca se extendía a lo lejos rodeada de manglares y aguas azul claro. Dejamos el coche y caminamos un par de kilómetros por la orilla. Después nos despelotamos, todos menos la presentadora, que era muy casta, y nos bañamos mecidos por las cálidas olas. La presentadora enchufó la cámara de video y grabó risueña nuestros culos; luego sacó diversos planos artísticos del paisaje sin figurantes desnudos. Salí del agua y, mientras ella grababa, le voceé frases tan bonitas como: “hola, guapa, ¿eres jinetera o sólo puta a secas?..”. “Gracias por el detalle, ahora tendré que enseñar el video a mi familia sin sonido”, me contestó. La redactora salió del mar con cara de pocas amigas y le preguntó a la presentadora si le había grabado el “pompis” también a ella. M y J tardaron mucho en salir del agua. A lo lejos se les divisaba como si les estuviera dando un compulsivo ataque de risa. De repente, J apareció sobre la arena corriendo y descojonándose, mientras mar adentro se podía ver a M flotando relajado como haciendo el muerto. J contó entre sus carcajadas y nuestras miradas de incredulidad que habían estado intentando hacerse una paja dentro del mar, pero que sólo M había conseguido correrse. Le dije a la presentadora que hiciera el favor de no bañarse, no fuera a quedarse embarazada. Ella me sonrió con una mueca falsa, como la que acostumbra a esgrimir delante de la cámara mientras ejerce de busto parlante durante el telediario. Su cuerpo anoréxico se estaba poniendo por momentos de un tono rojizo-anaranjado a causa del quemazón del sol. Sobre su espalda y su escote podían observarse unas repugnantes pecas color calabaza. ella nunca se ponía protección alguna sobre la piel para conseguir estar más bronceada cuando salía en la caja tonta y, a causa de ello, su epidermis oculta bajo la ropa lucía agrietada como la de la momia de Tutankamon. Mis huevos se llenaron de arena al simular una pelea de wrestling contra M y J. Le hice un moratón a J en un costado como resultado de una poco certera patada destinada a sus testículos. Comimos los restos de arroz con frijoles que nos quedaban, nos vestimos y a media tarde partimos hacia la urbe habanera.

Nos alojábamos en un piso alquilado por un médico para sacarse un sobresueldo a espaldas del férreo control estatal que se encontraba situado delante del Hotel Nacional. El peculiar casero nos contó que ganaba más rentando el apartamento durante una semana de lo que recibía por un año de trabajo en el hospital. El aire de la ciudad olía pestilentemente a sucedáneos de la gasolina, inefables mejunjes que hacían funcionar los vetustos automóviles que petardeaban al circular por las calles de esta capital mundial de la decadencia. A nuestro amigo J se le había ocurrido cambiar casi todos nuestros dólares por pesos, y ahora nos encontrábamos sin apenas dinero gastable en medio de aquel maremagnum de lumpen depredador de dólares. Para sobrevivir allí, eran necesarios más que en ningún otro lugar del mundo los billetes verdes yankees. Nos quedaba un escaso puñado de estampitas con la cara impresa de Washington, y no los íbamos a malgastar en otra cosa que no fueran putas o alcohol, nuestra religión nos lo prohibía. La presentadora y la redactora sufrían un constante pero placentero acoso sexual por parte de los cubanos, no había hombre que no quisiera meterles la pinga. A nosotros tres, machos europeos de pelo en pecho, se nos ofrecían todo el tiempo prostitutas y chaperos de todas las edades por un módico precio. Nos dijeron que en el barrio chino se podía comprar comida con nuestros abundantes e inservibles pesos. Acudimos hambrientos a aquellos bares y adquirimos varios recipientes de cartón repletos de frijoles malolientes acompañados de una carne que muy bien podría haber sido de rata o humana. Devoramos aquello sin cubiertos, con las manos, aunque la presentadora no quiso probar bocado porque ella era demasiado fina. La redactora, sin embargo, no tuvo reparos en deglutir aquellas delicias turcas; luego estuvo tirándose cuescos toda la tarde. M, muy delicadito él con las comidas, vomitó hasta la primera papilla aquella tarde; uno de los escasos perros vagabundos sin raza que campaban por la ciudad se acercó y chupó con gusto aquella pota murciana ante nuestro estupor. “Ese perro debe ser de Albacete…”, dijo jocoso el pimentonero.

El miércoles por la mañana habíamos quedado con una gente de la universidad para que los “periodistas” que viajaban conmigo diesen una charla ante la muchachada sobre cómo discurría su putativa profesión en España. El aula estaba llena hasta la bandera. El profesor, Ernesto, un efebo con perilla de pelo largo y rizado a lo hippie, no debía tener más de veinticinco años. El docto muchacho presentó al respetable a la presentadora, a la redactora, al documentalista y al redactor. Yo me excuse por no participar en la conferencia, me describí a mí mismo como persona de a pié sin oficio claro, lo que disipó al instante cualquier interés hacia mí. Los alumnos comenzaron a hacer preguntas disparatadas a los interfectos profesionales. En un momento dado, uno de ellos hizo una especie de pregunta retórica y soltó a continuación, sin venir a cuento, una perorata defensora del régimen castrista ante las miradas temerosas de sus compañeros, el estupor de los míos y mis finales sonoros aplausos ante su intervención. Transcurrido el animado coloquio, el docente nos animó a charlar con sus discípulos en un parque contiguo a la facultad. A la salida del edificio me arrimé por unos instantes al freak que había soltado la charleta pro régimen y le expresé mi agrado ante sus peregrinos argumentos. Me contó que él era hijo de campesinos nacido en un pueblecito cerca de Cienfuegos y que no aceptaba las mentiras que se contaban sobre la revolución; que a él y a su gente Castro le había dado todo. Cuando el chico se marchó nos sentamos en círculo junto al resto de la prole en una especie de plazoleta y los alumnos comenzaron a poner a parir a su compañero prorevolucionario, al que acusaban de comisario político y demagogo. Rápidamente hicimos migas con ellos. La presentadora se arrimó sibilinamente al profesor y comenzó a charlar con él sin parar. Varias de las chicas del alumnado, recientemente post púberes, se acercaron a M con intenciones de liberarse sexualmente con el visitante. Mientras tanto, J, la redactora y yo entablamos amistad con un par de simpáticos chicos de Pinar del Río que vivían en el décimo cuarto piso sin ascensor de una residencia de estudiantes cercana. Yoandi, el más atrevido, se dedicó aquella tarde a aproximarse con ojos de carnero degollado a la redactora introduciéndole notitas con poesías de su puño y letra en el bolsillo. En Cuba todos los chicos son poetas o aspiran a escribir la segunda parte de “Paradiso” de Lezama Lima, todos sin excepción. Les invitamos a unas cervezas, compramos todos los maníes que vendía una anciana (pagándole la cantidad equivalente a dos años de su pensión estatal en pesos) para alimentar a los muchachos y montamos un festejo grupal en nuestro apartamento con cantidades industriales de ron Guayabita compradas en el Habana Libre. La presentadora se llevó al profesor a charlar a la habitación contigua, para conseguir intimidad, pero Yoandi nos aseguró, entre carcajadas alcohólicas, que no tuviésemos cuidado, que el joven docente era, a lo sumo, un poquito bisexual, pero muy poquito. Y era cierto; Ernesto, el maestro liendres del grupo, sólo estaba interesado en el sexo femenino si podía proporcionarle un visado hacia Europa.

El sol entró por la ventana y me pegó en todo el careto con saña. A la altura de mi cabeza los pies de la redactora casi daban con mi rostro; ella dormitaba en sentido contrario, boca abajo, ataviada sólo con unas bragas negras que llevaban un letrerito que rezaba “eat me” sobre su triángulo trasero. Me levanté, desayuné un Bemolan gel y un Gelocatil. En la habitación contigua descansaban entre bramidos guturales M y J. El murciano se despertó y preguntó dónde hostias estaba la puta de la presentadora. Por un momento nos preocupamos por su ausencia, aunque, para ser sinceros, si más tarde hubiese aparecido descuartizada dentro el armario no nos hubiese importando un comino; la incertidumbre duró poco porque J, tras desperezarse, nos contó que la zorra se había levantado pronto del catre y había salido a desayunar con el profesor bisexual. Qué desagradable era el melifluo tipo. Desde aquel día se pegó a nuestro culo sin rubor. La presentadora pagaba sus desayunos, comidas, cenas y borracheras, pero no follaban, él siempre ponía una excusa, se mostraba sensible y atento, pero no le pegó ni un muerdo. Ella andaba frustrada; decía, mentira podrida, que no quería tirárselo, que sólo ocurría que el chaval era muy majo y le gustaba su compañía, pero que no era su tipo. La redactora comentaba en privado que la presentadora se lo tenía merecido por calientapollas, por robamaridos y por puta asquerosa. Por las noches nos reíamos mucho viéndoles pelar su inexistente pava. Yoandi intentó pegársenos también, pero por mucho que animé a la redactora a que probara el sexo cubano no accedió a que hiciera un trueque con el chico, cambiándola a ella por una negra adolescente universitaria que él me ofrecía. Una noche Yoandi llamó al timbre buscando juerga pero no le abrimos la puerta. Cuando vimos que se había largado, acudimos a emborracharnos al “Gato tuerto”. En aquel bareto había todo tipo de fauna cazadora de los bienes del turista al uso: charlatanes cometarros buscadores de visado, supuestos descendientes de españoles en busca de ser invitados a copas o sucias jineteras abiertas a cualquier bestialismo que se las propusiese. Nos acoplamos en una mesita a observar el panorama y, al poco rato, M se levantó para conversar unos metros más al fondo con una fea mulata evidentemente dedicada al oficio más antiguo del mundo. Charlaron animadamente mientras J no perdía ripio desde lejos, se reía y comentaba lo patético que le parecía aquello. El murciano volvió a donde nos encontrábamos. “Dice que tiene un hijo subnormal, y que sólo trabaja en esto para sacarlo adelante, que cobra setenta dólares, pero yo la he ofrecido ochenta, pobrecilla…”, nos contó. “Tú sí que eres subnormal…”, añadió J riéndose mientras apuraba su tercer ron Havana Club de siete años. “No te reirías tanto si supieras lo que incluye en el precio. La he dicho que pago cien pavos si nos folla a los dos… y ha contestado que sí…”. J se quedó blanco ante lo expuesto por M. “¿Tienes huevos para hacerlo, gilipollas? Que conste que es una invitación porque no te regalé nada por tu cumpleaños…”. J seguía callado, nosotros ojipláticos. “Si tú pagas acepto, pero no me lo creo…”. M se levantó y se dirigió de nuevo hacia la jinetera. Tras cinco minutos de nueva charla ambos dejaron su asiento camino de la salida del garito. M le hizo una seña a J para que acudiese, éste apuró su quinto ron de la noche y se fue corriendo detrás de ellos, tropezándose con varios clientes del local que le miraron con cara de pocos amigos.

Anduvieron la corta distancia que separaba nuestro alojamiento de aquel antro a paso de fascista. M tonteaba con la prostituta, reían y reían, él le tocaba el culo mientras ella le daba dolorosos golpecitos sobre el paquete para que parase un poco con el magreo. J caminaba cabizbajo y silencioso a su lado, pero escondía una incipiente erección bajo la bragueta. Le daba mucho morbo aquello, imaginaba cómo él se la metería por detrás emulando a un can mientras ella, empalada por ambos extremos, succionaría el instrumento del murciano hasta que los tres reventasen en un berrido feral de placer bizarro. Luego ellos dos cambiarían de lugar y comenzarían de nuevo el acto en un bucle rítmico sin fin. Llegaron a la puerta, a J se le cayeron dos veces las llaves antes de atinar en la cerradura. La chica entró directa hacia el baño y cerró la puerta con pestillo. Los dos maromos la esperaron en el dormitorio principal impacientes ; J se descalzó mientras M encendía nervioso un cigarro. Se escuchó cómo tiraba de la cadena, el water se abrió y la jinetera salió completamente en pelotas. Tenía buen cuerpo, pero una cicatriz de cesárea tan grande como una boca de metro adornaba repugnante su bajo vientre, formándola una colgante e informe lorza. Se acercó decidida a M, le metió de lleno un beso con lengua y de un tirón le aflojó el cinturón. Los pantalones del murciano cayeron al suelo junto con sus gayumbos gracias a un certero giro de muñeca, y de debajo de la coraza brotó una imponente tranca pimentonera en estado de buena esperanza. Acto seguido, la diestra mulata se acercó a un titubeante J y procedió a desarrollar la misma operación extractora. J abrevió la maniobra desabrochándose él solito los vaqueros. La chica se agachó, se acercó con cada mano una polla a la cara y pasó a intentar la postura del candelabro. J estaba que reventaba, pero debía contenerse para no correrse antes que M, apodado “mister eyaculación precoz” en el trabajo; era una cuestión de amor propio, una competición deportiva eyaculatoria en toda regla. M, que tenía la mirada perdida en el infinito de la pared de enfrente, giró la cabeza y sonrió a J con una expresión de gilipollas drogado. Por un momento J se sintió en la gloria divina abandonado al sexo oral, cerró los ojos e imaginó que aquello era el paraíso. De repente, notó cómo le plantaban un muerdo en todos los morros. La sorpresa fue que, al mirar, se dio cuenta de que no eran los labios de la prostituta los que le lanzaban ardientes aquel fogoso ósculo, ya que ella tenía en ese instante la boca en overbooking, sino que el cabrón de M estaba intentando besarle torciendo el cuello hacia él como si fuera una lasciva escultura praxiteliana. Sus finos labios, hicieron diana, atinaron de lleno. El gatillazo hizo acto de presencia en J, quién sabe si por la sorpresa, quién sabe si por la repugnancia, o si porque la prostituta no tenía precisamente el físico de Maribel Verdú.

El taxi al aeropuerto de La Habana nos salió por un pico. En la terminal esperamos tres horas la partida de nuestro avión. Estábamos cansados, resacosos, aturdidos, cabreados los unos con los otros y sin un duro en el bolsillo, nos lo habíamos pulido todo. Robé unas chocolatinas en una tienda del aeoropuerto y J me echó la charla una vez más diciendo que cualquier día íbamos a acabar en la cárcel por mi culpa. J siempre ha sido y siempre será un cagón de mierda, aparte de otros muchos defectos que atesora como oro en paño. M no pudo resistir nueve horas sin fumar durante el vuelo. Se introdujo en uno de los lavabos, posó su culo sobre la taza del inodoro y relajó allí su ansiedad durante un cuarto de hora absorbiendo un pitillo a pulmón. Abrió la puerta y una espesa humareda invadió toda la parte trasera del avión. Las azafatas le miraban con cara de mala hostia y asco. Le propuse a la redactora intentar un casquete aéreo en uno de aquellos zulos de los servicios, pero ella me contestó que si estaba tan necesitado que me cascase una paja. La presentadora vive en la actualidad con el directivo. Ernesto emigró a España y trabajó una temporada como chapero en los lavabos de la Estación Sur de autobuses de Madrid.

--La noche no logra terminar,
malhumorada permanece,
adormeciendo a los gatos y a las hojas.
Estar aprisionada entre dos globos de luces
y mantener, como una cabellera
que se esparce infinitamente,
el oscuro capote de su misterio.
La noche nos agarra un pie,
nos clava en un árbol,
cuando abrimos los ojos
ya no podemos ver al gato dormido.
El gato está escarbando la tierra,
ha fabricado un agujero húmedo.
Lo acariciamos con rapidez,
pero ha tenido tiempo para tapar
el agujero. Hace trampa
y esconde de nuevo a la noche.--


domingo, 7 de febrero de 2010

VII. La montaña


MJ se comió cuatro trozos de roscón, dos con nata y dos del seco, casi sufrió una alferecía rosconera. Su familia política le miraba anonadada. Los preceptos religiosos del ovolactovegetarianismo no le impedían comerse toda la masa azucarada que le saliese de los cataplines. El hermano de L le regaló a su cuñado dos camisetas estampadas con enormes ohms sobre el pecho, una verde fosforito y otra naranja butano, muy vistosas. El padre de ésta, su suegro, le obsequió con un reproductor de MP3 de un giga, para que pudiera abstraerse del mundanal ruido escuchando a Raví Shankar o a George “qué pacífico soy” Harrison. Después del café y el orujo, MJ bajó a la perra a mear a la calle y aprovechó para fumarse un petardo; siempre es bueno guardar las apariencias, a los padres no suelen gustarles las drogas; se tiró un buen rato sentado en un banco del parque tomando el fresco y haciendo tiempo, ya que convivir mucho rato con una familia que no es la de uno suele convertirse en un coñazo insoportable. El resto de la tarde transcurrió relajada. Cuando el sol iba a ponerse L y MJ se despidieron y pusieron rumbo al este, hacia el reborde de la cloaca mediterránea. Durante las cuatro horas que duró el trayecto casi ni cruzaron palabra. Él conducía abstraído en la infinitud mientras ella dormitaba o liaba porros, los encendía con desgana y se los pasaba al chófer. Hacía tiempo que su comunicación era más bien plana, el sexo también. Fornicaban mecánicamente de pascuas a ramos, MJ necesitaba eyacular poco gracias al yoga, al menos en presencia de ella. Los últimos meses él se había dedicado a esquivar lo máximo posible la compañía de su partenaire, que le hastiaba, le aturdía, le encocoraba. L se sentía como una mierda seca, la casa se le caía encima, todo el día sola, tumbada en el sillón viendo la tele mientras MJ se dedicaba a frecuentar a sus discípulas del yoga, sobretodo a la puta de “la psicóloga”. La mansión de los Plaf de la pareja se caía a cachos, y no sólo anímicamente. MJ nunca había mostrado gusto por hacer las tareas del hogar, y L, sumida en aquella depresión no coital, no estaba por la labor de fregar. Además, los muros de aquella prisión necesitaban una urgente capa de pintura, lucían desconchones por todas partes, metáforas del desastre marital. L le dio un ultimátum: o adecentaba la choza o ella no aguantaría más allí. Pero MJ, altivo, respondió a sus exigencias marchándose a pintar el despacho de “la psicóloga”. Le propinó dos capas de brochazos beige sobre las paredes y otras dos blancas en los techos; luego se fumaron un porro king size juntos y charlaron amigablemente sobre el karma hasta las dos de la mañana.

La tarde-noche del día de Reyes no iba bien. Llegaron al pueblo, un punto perdido en medio del levante español en mitad del triángulo de las Bermudas que forman Elda, Petrer y Villena, cansados y aturdidos por el hachís. Era ya noche cerrada y L se dispuso a meterse en el catre sin mediar palabra, como siempre. Pero, sorpresa sorpresa, el hasta entonces mudo MJ le dijo que tenía que hablar con ella. Se sentaron en dos raídas sillas de paja de la cocina y le soltó aquella perorata que L todavía recuerda frase a frase. “No quiero que sigas siendo mi pareja, quiero olvidarme de los roles tradicionales, vivir la vida yo sólo, sin atadura, quiero que te marches, sin rencores, sin resentimiento. Sigue tu camino y sé feliz”. “Eres un hijo de la gran puta…”, contestó L, que se encerró dando un portazo en la habitación. La noche fue de aupa. MJ durmió en el sillón, y L no pegó ojo sumida un mar de lágrimas de frustración. A la mañana siguiente hicieron una repartición rápida de objetos y bienes, . MJ tenía prisa. Él se quedaría con el coche, un Citröen Xsara nuevecito que el padre de L les había sacado a precio de saldo del concesionario en el que trabajaba. Ella se haría cargo de la perra, ya que a MJ se le hacía muy dificultoso bajarla a cagar cuatro veces al día a causa de sus apretados horarios laborales. Los dos gatos, Shiva y Visnú, permanecerían con su padre putativo humano. L metió en la maleta dos pares de bragas de cuello alto que había comprado en el mercadillo de Villena, dos sujetadores talla melón temprano muy usados, un par de sucios jerséis de hippie dados de sí, tres o cuatro fotos y salió por la puerta rumbo a la estación de autobuses. Miró hacia atrás, pero no vio la silueta de MJ en la ventana. El viaje se hizo eterno. Ponían “El club de los poetas muertos” en el video del autocar y el trayecto fue especialmente insoportable en compañía del gilipollas de Robin Williams haciendo el idem. Cuando llamó al telefonillo de su casa su padre respondió flipado al escuchar su voz. Al verla subir por las escaleras con aquella cara desencajada se quedó mirándola como si viese a un espectro del más allá. “¿Qué coño haces aquí, L?”. La hija rompió en una tremenda rabieta sobre los brazos de su progenitor y casi se desmayó. Cosas de chiquillos, pensó él. A cuatrocientos kilómetros de aquella escena, en ese mismo instante, MJ lamía con pasión el culo en pompa de “la psicóloga” y la juraba amor eterno; ambos pensaban que sus karmas estaban unidos por el destino a través de las reencarnaciones. “La psicóloga”, hasta la fecha, sólo follaba sistemáticamente con argentinos y cantautores, pero había decidido que desde aquel instante se uniría a tan selecto club de fornicadores la figura de los profesores de yoga.

L atravesó una época terrible. En los dos últimos años de su vida había perdido todos los amigos y las raíces que en el pasado tenía en la ciudad. Su odiado Madrid era ahora una puta mierda aun mayor en soledad; el túnel del tiempo hacia el pasado que vivió en ese momento le hizo pensar incluso en el suicidio. En más de una ocasión intentó tragarse un frasco de Clonazepán entero, pero siempre le había sido muy difícil introducirse incluso medio Gelocatil por el gaznate, le daban arcadas y acababa potando la cena. También sopesó la opción de cortarse las venas, pero, imaginando el dolor que aquello debía producir, finalmente decidió dejárselas largas. Su hermano le buscó un trabajo temporal en la fábrica de John Deere de Getafe, ensamblando tractores. Ella siempre había sido muy hábil en los trabajos manuales, la seleccionaron enseguida. La cadena de montaje era una ocupación ideal para no pensar, y pagaban un buen sueldo. Los empleados se comportaban como autómatas, ocho horas seguidas apretando tornillos durante las que paraban cinco minutos de cada dos para mear o fumar. En aquellos breves recreos L comenzó a conocer en profundidad al lumpen proletariado que habitaba por aquellas latitudes. La mayoría eran tipos y tipas prisioneros del sistema de hipotecas y préstamos bancarios, jóvenes nihilistas dedicados a vivir la vida a veinte por hora con la sensación de que lo hacían a cien; formaban un ejército de sombras aparentemente vivas que luchaban por sobrevivir sin saber por qué, como si poblaran una kafkiana película con ramalazos industriales de Peckimpah. En los servicios de la fábrica había más restos de cocaína que durante un fin de semana en la puerta de un after. Los machos del lugar comenzaron a tirar los tejazos sobre L como si fueran Napalm. “¿Por qué no?”, pensó ella mientras se tiraba en su coche a un rudo mozalbete cuya pierna derecha lucía un decorativo tatuaje con una esvástica en el centro. Follar con descerebrados era la mejor manera de limpiar la mancha de la mora que le había dejado MJ. Poco a poco se acabó pasando por la piedra a media cadena de montaje, incluso picó alto haciéndoselo con dos de los encargados, uno de ellos cuarentón, casado en segundas nupcias y con dos hijos adolescentes. Ellos le contaban sus infectas vidas mientras se fumaban el cigarrito de después del casquete, les encantaba que L escuchase sus penas con atención. Los miembros de aquella piara se pirraban por un revolcón con L, porque tenía doble premio, sexual y psiquiátrico, todo de una tacada, era la mujer perfecta. Pero no sabían, incautos, que ella lucía la sonrisa en la boca y los ojos de interés como un salvapantallas protector; mientras mantenía las apariencias, en el post apareamiento pensaba en lo mierda que era la puta existencia y en lo maravilloso que sería que un día, de repente, el sol explotase y abrasara aquella bola de estiercol y oxígeno que es el planeta tierra.

El contrato de seis meses de tractorlandia se acabó, pero prometieron que volverían a llamarla muy pronto si la economía iba bien. El infecto tiempo, el que todo lo mata y todo lo cura, pasó como un zurullo flotando rápido sobre un río. L tuvo que buscarse la vida. Hizo un curso de masajista CCC y otro de profesora de pilates intensivo de diez días, y en un mes envió mil doscientos curriculums por todo Madrid y alrededores. En una clínica de Orcasitas que funcionaba con licencia de peluquería le hicieron una prueba. Dio un masaje linfático al dueño-jefe e impartió una clase de pilates a tres mujeres premenopáusicas del barrio en una sala multiusos clandestina que tenían en el sótano. Al día siguiente firmó el contrato de ochocientos diecisiete euros brutos mensuales a cambio de cuarenta horas semanales. Los días continuaron su marcha inexorable. Una tarde se presentó un cliente peculiar, un profesor de esquí por horas de la estación de La Pinilla al que le molestaba una contractura muscular en el nervio ciático que se había hecho cortando jamón en casa de su madre. Chus entró a la salita, se bajó los pantalones, se quitó zapatos y calcetines y se lanzó sobre la camilla como un fardo. L pudo observar que le faltaban dos dedos centrales del pié derecho y el pequeñín del izquierdo. Además, su cuerpo atesoraba más cicatrices que un ecce homo; una era claramente de una operación de rodilla y otra, sobre el costado, parecía de un transplante de riñón clandestino de lo fea que era. Hablaron por los codos durante aquella cita laboral. Chus, Chuchi para los amigos, se dio tres sesiones más de masaje y pidió que fuesen infligidas por las manos de L. Había una extraña conexión entre los dos y quedaron clandestinamente aquel fin de semana. Chus la invitó a una excursión con raquetas de nieve en Navacerrada. Fue un fácil trayecto, pero el profesor de esquí y montañero resbaló mientras se lanzaban nieve en un ventisquero y se produjo un esguince de tobillo de grado 2. L acudió a su casa a darle un masaje gratuito sobre aquella malograda extremidad, se puso sus mejores galas para tal evento, pero no hubo sexo, sólo charlaron de montañas.

Chuchi era un gran amante de la naturaleza y de las novelas de Stephen King. L soñaba con liarse con él y comer perdices, con tener tres hijos juntos y llamarles Montaña, Río y Árbol. Quedaban para desayunar, comer y cenar, y para hacer excursiones, pero no conseguía follar con él. L dejó de fornicar compulsivamente con otros, ya no la ponían en absoluto otros machos. Gracias a unos ahorrillos que fue amasando con los masajes, todo a base de gastarse menos que un ciego en novelas, invirtió tres mil euracos en una promoción de pisos en Berzosa de Lozoya. Pensaba todos los días en una vida en común con su montañero sobre las faldas de la sierra de Guadarrama, al calor de una chimenea. Una mañana acudió al Centro de Terapias Sport Relax a trabajar y se encontró un precinto de sanidad que bloqueaba la puerta. Llamó por teléfono durante una semana al dueño, pero de éste no se volvió a saber nada. El muy cabrón adeudaba a sus empleados mensualidad y media cuando sanidad le echó el guante. La crisis planetaria comenzó a ser galopante y en John Deere se fabricaban muchos menos tractores; los beneficios de la fábrica bajaron un diez por ciento, por lo que sus bienintencionados directivos planificaron un ERE en el que despidieron a un veinticinco por ciento de la plantilla. Por supuesto nunca volvieron a llamar a L para trabajar con ellos. Se le estaba acabando el paro y no encontraba nada en el mercado, las colas en el INEM eran kilométricas. La constructora de la urbanización Berzosa de Lozoya Resort and Golf quebró y dejó a sus inversores con un palmo de narices y una patada en los huevos o los ovarios, según el caso; el dueño del chiringuito inmobiliario emigró a un país desconocido de América Latina con los beneficios de aquellos terrenos que, en realidad, nunca dejaron de ser rústicos.

A finales de octubre, cuando L estaba a punto de desistir de la vida a un tris de lanzarse sobre las vías del cercanías cuando el tren pasase por la estación de Getafe Centro, vio un anuncio pegado con celo sobre una farola: “Se necesita personal para elaborar cestas de navidad, acudir con DNI o tarjeta de residencia en vigor. Abstenerse personas en situación ilegal”. Aquel mismo día firmó un contrato por obra de seiscientos ochenta y un euros brutos más horas extras al mes. Por la noche había quedado con Chus para cenar en el restaurante chino de los bajos del aparcamiento de la Plaza de España, el mejor comedero cara de limón del mundo. Cuando él se dirigió a mear a los lavabos del aparcamiento contiguo (en ese restaurante no tienen retretes propios), L introdujo unos escasos gramos de speed en la Coca-Cola del esquiador, como el que ataca con todo lo que le queda en el campo durante la prórroga de un partido. Chuchi era radicalmente abstemio de drogas y alcohol, por lo que el subidón fue de tal calibre que tuvo que llevárselo a casa al borde de la taquicardia. Vomitó sobre la alfombrilla de la furgoneta de L todas las empanadillas chinas, los vermicelli y el pastel de año nuevo que había deglutido. Pararon delante de la casa de su madre, pero él no podía subir a su lar, seguía colocado hasta las trancas. L tenía ganas de llorar hasta secarse por dentro. De repente Dios se apareció y Chus le plantó un fogoso muerdo en todos los morros, le metió la lengua hasta la campanilla. Ella no se lo podía creer, condujo a toda velocidad hasta un descampado, pasaron al asiento de atrás y allí consumaron el acto. Costó que él se empalmara, quién sabe si por efecto del alucinógeno, pero ella quedó plenamente satisfecha, su sueño se había cumplido. Los cristales de las ventanillas estaban totalmente empañados. Con las tetas todavía al aire, L se lió un porro para festejar tan deseado evento llevado a cabo. Chus se desperezó poco a poco y, mientras ella apuraba las primeras caladas, le espetó en la cara sin anestesiar y en crudo: “el ocho de diciembre me marcho siete meses a escalar a los Andes, aprovechando el verano austral”. L se atragantó con el humo del chocolate marroquí y tosió como una abuela con enfisema a causa de la impresión.

--Montaña inaccesible, opuesta en vano
al atrevido paso de la gente
(o nubes humedezcan tu alta frente,
o nieblas ciñan tu cabello cano),

caistro el mayoral, en cuya mano
en vez de bastón vemos el tridente,
con su hermosa Silvia, Sol luciente
de rayos negros, serafin humano,

tu cerviz pisa dura; y la pastora
yugo te pone de cristal, calzada
coturnos de oro el pie, armiños vestida.

Huirá la nieve de la nieve ahora,
o ya de los dos soles desatada,
o ya de los dos blancos pies vencida.--



lunes, 1 de febrero de 2010

VI. Velocidad

Jose Antonio Romerales, Romerarles para los amigos, conduce su moto a 160 por la carretera de Andalucía. 170, 180, la puta moto no da para más. Una Honda 500 es poca burra para Romerales, pero no se puede comprar otra porque tiene que dar de comer a las bocas de tres mierdas de hijos, tres mil euros de pensión cada mes que sirven también para alimentar los vicios de la zorra de su ex mujer. En la recta que va desde Valdemoro hasta el cruce con la siempre vacía autopista de San Martín de la Vega, “de la verga” para los amigos, Josean sería capaz de adelantar incluso a Valentino Rossi, a Kevin Schwantz o a Randy Mamola, se conoce al dedillo desde los baches hasta las cagadas de paloma que esconde el asfalto de la zona. En el bolsillo de la chaqueta lleva doscientos pavos en cocaína y sesenta en hachís que Juan Moro le ha despachado amablemente en su adosado de Valdemoro. Además, el joven deeler le ha invitado, como a todo buen cliente, a unas lonchas de escama buena y a unos petas ricos ricos durante las tres horas que ambos han pasado jugando juntos como posesos a la Wii en la choza de Juan, ciento ochenta minutos pegando raquetazos ficticios al aire con las mandíbulas desencajadas. Cuando era joven a Josean le iba mucho más la mescalina, aquella adicción resultaba mucho más asequible para el bolsillo que la actual, pero en cuanto uno pasa de los treinta se aburguesa, y no digamos a los cuarenta y tres, que son las vueltas alrededor del infecto sol que lleva dadas el señor Romerales. La edad ablanda los gustos y el cerebro al más pintado. Antes escuchaba a los Pistols y a The Damned a todas horas, ahora sólo sintoniza los programas culturetas de Radio 3, sus preferencias musicales se han refractado irremisiblemente hacia la putrefacción.

A Romerales le espera en casa “la flaca”, Mamen, y es posible que con una sartén en la mano para darle de hostias, instrumento que maneja tan diestramente como el violín con el que imparte clases en la escuela de música de Aranjuez. La media hora que Josean le pidió para comprar tabaco como permiso penitenciario en su relación se ha convertido en una tarde-noche entera de farra. Cuando Romerales sale a la calle a agenciarse cualquier cosa suele suceder que regresa horas más tarde con los ojos colorados, pero el se excusa diciendo que ese aspecto sospechoso es porque arrastra una conjuntivitis crónica, no vayan a pensar mal. Aunque a “la flaca” esos retrasos ya no la pillan de susto, no puede ocultar que la cabrean como a una mona en época de apareamiento. Un día de éstos cogerá sus cuatro bragas y sostenes requeteusados, preparará su atillo y el mamón no volverá a verla más el pelo, ni el de la cabeza ni el del pubis. La extraña pareja vive en amor y compañía en un adosado de San Martín, bien equipado con piscina comunitaria, garaje y Termomix. A Josean le gusta mucho la comida cocinada en ese aparato inservible e inexplicable, hace tiempo que se ha vuelto casi vegetariano, come más hierbajos al cabo del mes que un conejo de monte, lo que le provoca un constante flato y gases intestinales suficientes como para rellenar el Hindemburg y tres zeppelines más si se pone a ello. Mamen está hasta el toto de deglutir verde. Si no fuera porque es tan bueno en el catre le iba a aguantar su puta madre, pero es que, además, no va mal armado que digamos. “Vaso de tubo Romerales”, dice que le apodaban los de su barrio, por razones obvias, pero para su desgracia en los sex-shops no venden el molde de su pene en silicona como hacen con el de Nacho Vidal, las reproducciones de su polla no son, injustamente, las primeras en la lista de ventas de los cuarenta principales del consuelo solitario femenino. Josean se dedica al trabajo artesanal de cerrajería y forja, lleva desde que tiene uso de razón dándole mazazos al hierro como le enseñó su padre, y ya empieza a tener el lomo encorvado de tanto cargar quincalla sobre las espaldas. El médico le ha dicho que como en lo sucesivo no se cuide va a acabar caminando como Quasimodo, ya que los discos vertebrales entre la L1 y la L2 los tiene más aplastados que una mierda debajo de un zapato. Doce horas diarias currando como un mamón, jodiéndose la vida y la salud, para que todo el chorro de dinero que labran sus hábiles manitas se vaya al sumidero como si fuera agua corrompida, sin disfrutarlo.

“Joder, joder, joder, joder, joder….” Tremendo frenazo, la rueda de atrás se levanta, la de delante se clava en el asfalto, gracias Dios que inventaste los frenos de disco. A la entrada del pueblo los cocodrilos se esconden, en plena bajada, apostados entre la maleza, como si la carretera fuese el río Nilo en las cercanías del lago Victoria. Romerales los huele, huele a la pasma desde chico, no en vano se crió en Villaverde Alto corriendo delante de las fuerzas del orden, y es capaz de frenar la moto en un baldosín, como si bailara un chotis sobre dos ruedas, cuando los intuye. Durante su adolescencia se juntaba con algunas malas compañías, con esas jóvenes promesas que robaban coches por el barrio y los conducían a toda leche hasta estamparlos contra una farola o quemarlos en cualquier descampado del extrarradio matritense. Si su padre le pillaba frecuentando aquel selecto círculo de amistades le medía el lomo con tres correazos bien dados para que entendiera que aquello no era plan. De esos compañeros de correrías pocos sobreviven hoy. Unos se hicieron yonquis, otros choros a secas, otros aluniceros, algunos simples chaperos y los más camellos de baja estofa. La esperanza de vida era notablemente inferior en el Villaverde de los ochenta que en Vietnam del Nortre en los sesenta, y eso que en el sur de Madrid los B-52 no bombardeaban con NAPALM y el único tóxico “Exfoliante naranja” que la CIA habría podido esparcir allí era la maloliente agua que reptaba sinuosa por el Manzanares. A Josean le pusieron a trabajar a los catorce en un taller de coches, y ahora puede desmontar un motor pieza por pieza como quien lava. Le gustaba mucho arreglar bugas, pero su progenitor pronto lo fichó a la fuerza para la cerrajería, y se jodió el invento. Uno no puede hacer siempre lo que le viene en gana en esta vida, le dijo papi. A cambio, le enseñó a ser uno de los mejores artesanos de Madrid en lo suyo, a malear el hierro como si de goma de mascar se tratase. Si no fuera por su cabezita loca, con esas manos de artista Romerales sería un millonario respetado de La Moraleja. Josean si que es un buen compañero del metal, no los momias de los eisidisi ni los mamones de los aironmaiden.

Un sargento de la benemérita le da el alto. Brum, brum, la moto se para tras dos ruidosos acelerones que Josean vierte en la cara de su amigo de verde. Los bastones reflectantes de los picoletos deslumbran bajo esta noche sin luna del fin del verano. “Buenas noches, esto es un control rutinario de documentos y alcoholemia. ¿Me permite los papeles de la motocicleta?, por favor. Gracias. Perfecto. El carnet de conducir, por favor. Muy bien. Gracias. Señor Romerales, venía usted un poco deprisa, pero no tenemos radar aquí, se va a librar por esta vez, pero no debería conducir así por su seguridad y la de todos. A ver, coja aire todo el que pueda y sople por el tubito hasta que yo le diga. Le advierto que el caramelo de menta que acaba de meterse en la boca no hace nada para disimular la alcoholemia, que es pura leyenda eso de que reduce el índice en sangre. A ver, sople, sople, sople, sople, no pare, no pare, vaya, ha parado antes de tiempo. A ver…, dos con cuatro. Le voy a pedir que repita la prueba porque está usted justo en el límite y no ha soplado del todo bien”. Josean siempre había odiado a las fuerzas del orden público, quizás por ser símbolos de autoridad, esa autoridad que él se pasa por sistema por el forro de los cojones. De joven, en los años de la movida madrileña, Romerales fue un punky de los que iban al Rockola a ver a los UK SUBS. Rock and roll, alcohol, gachises y mescalina por un tubo eran la salsa de su vida. Su careto sale de fondo en algunas fotos de García Alix, con su perenne sonrisa de colgado. Una vez los rockers de Malasaña casi lo matan de una paliza gratuíta de esas que daban a los “guarros” sólo por ser “guarros”; le rompieron tres dientes y le patearon el culo hasta jartarse. Gajes del oficio, no guardaba rencor de los del tupé. Pero sí un visceral e innato odio a la pasma, eso es lo que siempre había sentido, y al ejército, y a los pitufos, y a los picoletos, y hasta su puta madre en pelotas.

Uniformes, uniformes, odiaba todos los uniformes, le traían malos recuerdos. Recuerdos de aquella mañana que hacía un frío del carajo en el patio del Conde Duque. El sorteo de la mili, los quintos de aquel puto año ochentero. Acudió a esa pantomima con el Satur, el tío más hábil del mundo haciendo puentes en los coches (fallecido en un accidente hace un par de años al caerse su vehículo desde el paso elevado del Puente de los Franceses), en un coche chorado. Se fumaron un par de porros delante de la puerta, sin desayunar. Le habían contado a Josean que a un noventa por ciento de los que entraban en caja les tocaba destino en su región militar. No había miedo a irse lejos, a ser secuestrado durante un año por aquellos hijos de puta con gorra, no fear, no future, good save the queen. El bombo dio varias vueltas y una mano inocente sacó una bolita. Repartieron octavillas con los destinos asignados. Por orden de la autoridad militar competente debería marcharse a Ceuta a mediados de marzo del año siguiente a una sección especialmente dura de Infantería de Marina. Un punko en infantería de marina, ¿sobreviviría? Le habían dicho que había mucha droga en Ceuta, y putas moras muy baratas. Algo es algo, dijo un calvo. Su padre se alegró nada más conocer adonde le enviaría la madre patria, iban a hacerle un hombre de verdad, a meterle en vereda.

Nadie fue a despedirle al tren camino del sur. Se llevó tres mudas limpias, un bocadillo de caballa y un huevo gordo de hachís que olía a culo de moro regalo de sus colegas. Se rapó la cabeza al cero como le habían aconsejado para no tener problemas con el rasurado del cuartel. Aun así nada más llegar un peluquero gordo con pinta de maricón le volvió a pasar la maquinilla a capón. Compartiría camareta durante trescientos sesenta y cinco días con nueve tíos cerdos, todo un plato de gusto para cualquiera. Enseguida comenzó la instrucción, con el Zetme arriba y abajo todo el puto día ya hiciese frío o calor. Pero Romerales era un máquina. Corría como un gamo, reptaba como una serpiente, saltaba como un chimpancé asustado. Sus superiores se quedaban con la boca abierta. Batió todos los récords en la pista americana de entrenamiento de la base casi sin despeinarse, como si fuera un Richard Gere carabanchelero en “Oficial y caballero”, y todo ello a pesar de que era uno de los que más porros, alcohol y speed consumía dentro del lóbrego cuartel. Cuando a los demás se les salían los pulmones por la boca del esfuerzo Josean aun trotaba gozoso, sin aparentar cansancio alguno, como cochino talaverano disfrutando del barro de su chonera. “Pollardales”, le llamaban muchos en su compañíaa, por la enorme polla de la que hacía gala en las duchas colectivas. Era una fuerza de la naturaleza en todos los aspectos, saltaba a la vista. Pronto se hizo el recluta predilecto del teniente Horcajada Schwartz. Siempre le colocaban el primero de la fila del destacamento para desfilar, le asignaban las mejores raciones del rancho, e incluso se rumoreó que iban a presentarlo a los Campeonatos Europeos de Atletismo Militares. Horcajada le invitaba a sentarse a su mesa en el comedor con los suboficiales, se mostraba con él paternal y campechano, no tan sumamente cabrón y bastardo sádico como con los demás. Aquel veterano militar de porte distinguido al estilo Millán Astray le decía sin rubor a Romerales que admiraba su portentosa planta de atleta, que si por él fuera le recomendaría para entrar en la academia de oficiales cuando acabase la mili, ya que su fuerza y actitud serían un gran ejemplo para el ejército español, tan de capa caída en aquellos decadentes primeros años de la democracia. En septiembre se llevaron al regimiento de maniobras a Zahara de los Atunes, harían un ejercicio de desembarco. El día D por la mañana saltaron como ladillas en celo de las pasarelas de las lanchas y estuvieron correteando por las playas todo el día, gastando munición de fogueo hasta aburrirse emulando a los aliados al abalanzarse contra las defensas hitlerianas del muro Atlántico. Pero aquello no eran ni la ventosa Normandía ni las sangrientas arenas de la mítica Omaha. Cuando cayó el sol, la tropa se retiró a unas raídas tiendas de campaña a planchar la oreja sobre el duro suelo. Por suerte Josean, gracias a su ganado rango de mesías hercúleo de la infantería, tendría el privilegio de dormir en la tienda del teniente sobre un desvencijado colchón, pero al menos era un colchón. Estaba cansado y pronto se entregó a los brazos de Morfeo. Soñó con mujeres desnudas y coches veloces, como siempre. Pero, de repente, una extraña sensación le despertó sobresaltado. Alguien se había tumbado en la cama a su lado, sentía el calor húmedo que desprendía y un hedor mezcla de sudor y aliento a coñac en el cogote. ¿Sería aquello un sueño? No, no lo era, y tampoco era Raquel Welch la que estaba empezando a besarle en el cuello y a tocarle el mugriento culo. Romerales reunió fuerzas, se dio la vueltacon un giro brusco y lanzó de un patadón a aquel bulto sospechoso fuera de la cama. El cuerpo de su visitante de catre cayó al suelo produciendo un estruendo como el de un fardo de estiércol cuando estrella sobre tarima flotante Quick Step. Encendió su linterna y, al apuntar hacia el misterioso individuo, pudo ver que era el teniente Horcajada, que se levantaba del suelo dolorido y jurando en arameo. “No es lo que parece, coño”, decía. Romerales se vio invadido por un arrebato de cólera homicida. Pasó los seis sucesivos meses cautivo en una prisión militar, encerrado en la celda de uno de aquellos temidos castillos para reclutas díscolos. Lo de vivir a pan y agua no era broma, allí ni se comía ni se bebía otra cosa, y mear y cagar no se hacía fuera del tiesto, sino en un cubo. Fractura de pómulo, de los huesos propios de la nariz y tres incisivos superiores arrancados de cuajo; esguince cervical y desprendimiento de dos costillas. Ese fue el parte médico que el hospital militar hizo público en el juicio contra Josean. La cara del teniente había quedado peor que la de Chet Baker después de negarse a pagar la heroína a su camello. Romerales pasó de héroe militar de pacotilla a licenciarse con deshonor. “Me cago en la puta que parió a la patria y al color rojigualdo”, afirmó mirando desafiante al cielo el día que salió del humillante presidio. Doce años más tarde, durante unas vacaciones, Josean se cruzó con un ya retirado y entrado en años Horcajada Schwartz caminando por el paseo marítimo de Benidorm. Un policía municipal consiguió reducir a Romerales cuando bajo su pié se hundía en la fina arena de la playa la cabeza de aquel antiguo teniente retirado a la reserva. Cuatro años antes, al jubilarse, había ascendido a capitán por méritos propios, según rezaba su inmaculado expediente. Enrique Horcajada Schwartz falleció en 2003 de cirrosis hepática complicada por varices esofágicas sangrantes. A la cremación del cadáver no asistió ni el tato, los operarios del tanatorio no tuvieron que molestarse en sacar parte de sus cenizas del horno para meterlas en la hurna de turno, porque nadie tenía intención de ir recogerlas y esparcirlas para darle un homenaje. Sus restos acabarían en la basura, mezclados con los de otros muchos infelices sin parentela, esas personas que fallecen sin perrito que les ladre.

Josean, mientras espera, tararea para sus adentros, en lo más recóndito e inaudible para los demás de su cerebro: “mescalina soy feliz, cuando estás dentro de mí. Y siempre que me besas, en la boca o en la nariz, haces que me vuelva loco, no puedo parar de reír . Mescalina, mi amor”. “A ver, vuelva a soplar, sople, sople, sople, no pare, sople, sople, pare, gracias…. Bien, dos con cuatro. No supera el límite. Pero tenga cuidado, está usted a punto. Aquí tiene sus papeles, gracias por su colaboración. Por cierto, el seguro le caduca dentro de veinte días, recuerde su renovación. Hasta luego, caballero”. (“Que te den, gilipollas”). El amoto arranca. 20, 30, 40, Josean se desvía por la rotonda junto a la cementera, los picoletos le pierden de vista. 90, 100, 120, 140, callejeando por San Martín como si fuese Ángel Nieto por las curvas de Assen. La semana pasada cambió las pastillas de freno en el garaje de casa y al salir a trabajar por la mañana casi se mata en la primera rotonda, en el desvío hacia Arganda; las pastillas nuevas hay que calentarlas antes de darle gas a la puta burra. Las putas rotondas, todo son rotondas, quién coño inventaría las rotondas.140, 140, 150…no va más la mierda de moto. Frenazo en la puerta del adosado, quemando neumático, levantando la rueda de atrás otra vez, mañana sin falta hará un caballito cuando se pire al taller. La mandíbula parece que se le va a desencajar, la cabeza va a mil por hora, entra por la puerta y “la flaca”, que no es tonta, huele que va puesto a una legua. Le pega unos gritos a Romerales, “¿qué horas son éstas, mamón de mierda? Seis horas esperando. Un día cuando vuelvas te vas a encontrar tu puta casa ardiendo y a mí no me ves más, cabrón”. Es una suerte que en el vacío no se propague el sonido, el craneo, cuanto más vacío, mucho mejor, por un oído entra, por el otro sale, es una de esas cosas simples que te hacen la vida más feliz. Romerales se quita la ropa, toda la ropa. Abre la puerta de la cocina que da al patio interior, también la reja antichoris que hay detrás, y del patio sale por un pequeño portillo a la piscina comunitaria, en pelotas, qué más da, son las dos de la madrugada, nadie va a estar mirándole la tremenda minga a esas horas, y el que lo haga que disfrute. “La Flaca” observa la escena, en silencio, desde el umbral de la madriguera adosada. Hace un agradable fresco, corre una ligera brisa que agita los huevos colganderos de Romerales. Venus brilla al fondo como un farol medio fundido, y en la lejanía se escucha al camión de la basura que pone rumbo por enésima vez hacia la incineradora de Rivas. Josean se lanza de cabeza al agua desde el borde de piedra marronacea, emulando a Ramón San Pedro sobre la roca, bucea durante unos metros y segundos después saca la cabeza de las profundidades abisales como una nutria del Lozoya. Se pone en pié dentro del agua, tambaleándose quizás por la fuerza de las olas. “Está muy buena el agua, cariño, tírate, coñíoooo….”. Mamen le hace un gesto con el dedo medio extendido. Junto a Romerales brotan del agua unas burbujas que, cuando explotan sobre la superficie, huelen a gas metano. Las judías pintas guisadas en la Termomix mezcladas con porros pudren las tripas a cualquiera. No fear, no future, good save the queen…

--La llanura infinita y el cielo su reflejo.
Deseo de ser piel roja.
A las ciudades sin aire llega a veces sin ruido
el relincho de un onagro o el trotar de un bisonte.
Deseo de ser piel roja.
Sitting Bull ha muerto: no hay tambores
que anuncien su llegada a las Grandes Praderas.
Deseo de ser piel roja..--