lunes, 21 de diciembre de 2009

IV. Yoga


Cae la tarde en el interior de una alquería abandonada, en medio de un lugar perdido de la mano de Dios del levante español. Pentáculos, esvásticas y manchas de meado adornan las paredes, seguramente restos de alguna rave clandestina pasada. Entre la penumbra y el chú chú de un breve Lumigás, un grupo de personas forman en círculo ataviadas con sotanas blancas confeccionadas con harapos del mercadillo. El centro de tan fantasmal compaña lo ocupa un tipo de mediana edad que hace las veces de improvisado sacerdote; a sus pies descansa, tumbada en el suelo, una moza que no supera los dieciséis, que expulsa como una perra rabiosa o en celo espumarajos por la boca. “El poder de cristo te obliga, el poder de cristo te obliga”, chilla el iluminado animando al resto a imitarle. La muchacha sigue vomitando restos de lo que parecen Mentos con Coca Cola. En un momento dado de la ceremonia, el jefe del cotarro llama a MJ aparte, y le dice solemnemente: “sigue tú, que ya estás suficientemente preparado, la dejo en tus manos. Yo voy a descansar, que estoy agotado psíquicamente”. MJ se emociona, se le saltan las lágrimas, al fin una respuesta, un premio, el final de un camino. Su vida pasa delante de sus ojos en un flash-back borroso, las drogas ingeridas aceleran su mente.

MJ nació llamándose R en Getafe, un infecto pueblo perdido justo en el centro geométrico de la península Ibérica. Desde pequeño destacó entre la masa como un niño introvertido, huraño y mal encarado, pero para sus padres era un angelito rubio. Sacaba buenas notas en el cole, casi todo sobresalientes, algún notable. Cuando le llegó la edad de merecer R empezó a dejarse el pelo largo y a hacerse heavy del metal. Se parecía físicamente a Joaquín Cortés, y sus compañeros le apodaban Joaquín Corteza. Más tarde se dio cuenta que ese era un camino, tanto en el terreno del musical como en el de la danza, erróneo. Al acabar el BUP R fue impulsado por su familia a cursar los estudios de económicas. Durante dos años no le fue mal, pero se aburría como una mona al estar rodeado todo el puto rato de tanto niñato subnormal engominado y de tanta pija tonta gilipollas, se sentía un extraño entre aquella maraña de mierda. Aquella no era la senda, estaba claro. Un día, de repente, se salió de una clase que impartía Peces Barba, el puto gordo Peces en persona, y ya nunca más volvió a la universidad. También intervino en aquella decisión de deserción que tenía retortijones de tripa y necesitaba ir al excusado. Después de mucho pensar en qué coño hacer con su vida R conoció a L, una jovencita ligera de cascos amiga de unos heavys amigos suyos de cuando veraneaba en Alicante con sus padres. L se había pasado por la piedra ya a los dos conocidos de R, que eran hermanos mellizos, y no hizo ascos en ningún momento a la ocasión de fornicar con R, aunque ella era más bien de las de calentar sin quemar.

R y L se hicieron inseparables. Iban de acá para allá siempre juntos, siempre en comandita, daban un poco de asco. Se apuntaron juntos a yoga. R comenzó a ver un sentido a la vida en aquello. Tenía mucha elasticidad, le gustaba el misticismo recalcitrante y gritaba el ohm como ninguno, lo tibetano iba a ser lo suyo. Se empapó de la cultura oriental mediante libros y videos, asistió a charlas y clases de los mayores expertos a un módico precio y dejó de hablarme cuando le dije que el Dalai Lama me parecía un dictador religioso sodomita de extremo oriente. R pasó el examen de maestro en yoga sin dificultad, y se convirtió de repente, gracias a su desaforada energía espiritual, en un nuevo ser, en MJ. Renació de sus cenizas. Se hizo ovolactovegetariano al instante, comenzó a mirar al resto del mundo como si fueran escoria, tiró a la basura sus discos de Iron Maiden y compró todos los de George Harrison. L quedaba maravillada cada vez que el ahora MJ intentaba levantar tres ladrillos atados con una cuerda con la única fuerza de su escroto. MJ la propuso trasladarse juntos a un pueblo en el que habitaban unos compadres de espíritu suyos, el lugar ideal donde podrían dar rienda suelta en libertad a su amor y montar juntos un centro de yoga y encauzamiento de las energías mentales. L flipó ante una idea tan maravillosa, alejarse del mundanal ruido en brazos de su espídico galán, ya que Madrid les parecía a ambos un nido de banalidad y fútil porquería.

L y MJ llegaron al pueblo y alquilaron un local enorme por tres duros. Cubrieron el suelo con esterillas compradas en los chinos y se afanaron en colgar por las calles carteles que rezaban “Escuela tibetana MJL”. La gente les señalaba por la calle, porque los forasteros suelen levantar la murmuración y animan el intrascendente cotarro pueblerino, sobretodo si tienen pinta de no lavarse mucho. La escuela de nobles artes del Transhimalaya se llenó con facilidad hasta la bandera de marujas buscando elasticidad post embarazo y de pseudo modernos de aldea a la caza de pillar cacho con las gachises asistentes. El negocio marchaba viento en popa. Las lugareñas, embelesadas por aquel profesor melenudo que siempre vestía de blanco, corrían a pedir consejo a MJ hasta para saber cómo mitigar mejor los dolores de regla. Una de ellas le miraba con ojos especialmente golosos. Era una chiqueta joven y risueña, de contorneadas caderas y grandes tetas turgentes. MJ comenzó a observarla con ojos de carnero degollado por Buda. Estaba muy buena. Le encantaban su karma desenfadado y su culillo pinturero. L ya no le satisfacía sexualmente por aquel entonces. Follaban de pascuas a ramos del calendario hindú, y de mala manera, ya que ella lo hacía siempre con una irritante desgana. Una mañana MJ decidió que aquello tenía que cambiar. Le espetó a L que ya no la amaba, que necesitaba continuar camino en solitario para hallar el amor verdadero, para unirse a su verdadera pareja espiritual aun no aparecida, y que ella era un lastre para su persona. “Yo creo que deberías marcharte a buscar tu destino, sin rencores, sería mucho mejor para ti”. Tras los consecuentes llantos, L cogió carretera y manta hacia casa de sus progenitores. Dos días más tarde una nueva joven, la levantina AR, se plantó con su atillo en casa de MJ y tomó posesión como nueva ocupante del catre del gurú del pueblo.

AR era pasiva agresiva. Enseguida MJ se dio cuenta de que era una mosquita muerta, que de las aguas aparentemente mansas me libre Krisnha, que de las bravas ya me libro yo. En vez de dejarle la libertad deseada ella le hacía un marcaje estilo Gentile para que no arrimase cebolleta a sus conciudadanas. Si a MJ se le escapaba una miradita furtiva hacia algún culo durante una sesión de yoga MJ le montaba un pollo de cojones. De los dichos a los hechos, AR comenzó a insultarlo cada día con mayor fiereza mientras le daba pescozones y bofetadas, lo acusaba de infiel, de cabrón y de malparit. Una noche le partió un shitar que había costado cien mil pesetas de las de antes en la cabeza. Durante una cena con sus discípulos, AR se presentó de improviso en el restaurante y le arreó una patada en los huevos a MJ que demostró a las claras a sus correligionarios que él no era un ser con ilimitada resistencia física al dolor como ellos hasta entonces creían. AR le perseguía día y noche, mañana y tarde, como una lapa, como polla al culo, desenfrenada y enfermizamente enchochada. Una tarde MJ salió a echar gasolina al carro. A su regreso encontró la casa revuelta y destrozada. Su ropa había sido lanzada a una acequia, y el televisor reposaba en la acera después de salir como un Sputnik por la ventana. Horas más tarde la policía local le hizo una visita con una denuncia por maltrato psicológico en la mano. AR pidió una orden de alejamiento, lo que dio un respiro a MJ, pero ésta le llamaba por teléfono una media de doce veces al día pidiéndole perdón o chillando, y se presentaba a horas intempestivas aporreando la puerta berreando a veces que le amaba o a veces que iba a pagar a unos moldavos amigos suyos para que lo matasen.

Ay amigo, qué cabrón es el destino. Llegó, como pedo en el viento, la explosión inmobiliaria, la gran burbuja de gas mostaza ladrillero. Todo lo construido comenzó a cotizarse por las nubes en la Comunidad Valenciana, hasta en los huertos donde crecía alegre la bachoqueta se hicieron chalés adosados. Los dueños del local y el piso de alquiler de MJ le subieron la renta el doble. Después de un tiempo, como efecto resacoso de tanta ambición, explotó la pompa de jabón constructora y sobrevino la puta crisis inmobiliaria. Al mismo tiempo, en un efecto dominó desconcertante, los alumnos perdieron repentinamente el interés por el yoga. Los mozos y mozas del pueblo, impulsados por sus problemas monetarios, recuperaron viejas tradiciones que en el pasado les mantenían en forma, sustituyeron al caro yoga. Para mantener las carnes prietas nada mejor que correr delante del toro embolado o lanzarse carcasas de petardos a la cabeza unos a otros, eso si que atrae al buen karma. MJ no cubría gastos. Dejó el local y llegó el momento en el que no pudo continuar pagando la casa. Sólo dos chicos gays y el tonto del pueblo seguían acudiendo a sus clases; la pobreza, como una no deseada vendedora a domicilio de Avón, había llamado a su puerta. Se vio obligado a pedir asilo en casa de unos amigos que había conocido impartiendo su elástica disciplina, unos alumnos ejemplares y creyentes como pocos en el mundo de la espiritualidad. En cuanto llegó a su choza se sintió arropado. B y ML eran muy buena gente, allí se respiraba buen rollo. Le llevaron con ellos a unas sesiones de tantra blanco, luego a unas de tantra rojo, y le presentaron a todos sus amigos con los que habían constituido la comunidad Gaya, destinada a transmitir la energía positiva y a librar de lo negativo al mundo. Limpiaban casas de poltergeist, ahuyentaban fantasmas, echaban fuera al mal que habitaba en estado puro en los cuerpos humanos. MJ comenzó a darse cuenta de que el camino del yoga estaba equivocado, que él en realidad era otro elegido por las fuerzas telúricas para guiar a los habitantes de la tierra hacia la luz. B y ML le dijeron: “muy bien MJ, ahora sientes lo que nosotros sentimos, el brillo resplandeciente de Gaya, bienvenido al club”. MJ fue borrando los oscuros recuerdos pretéritos gracias a la meditación, al ayuno y a los excesos con el hach. La felicidad invadía al fin todos los poros de su cuerpo. La libertad absoluta reinaba ebria en su alma como Juan Carlos en el palacio de la Zarzuela.

El ruido de las arcadas de la cría poseída por Belcebú despertó de repente a MJ de aquel trance místico, lo apartó al fin de aquella oleada de olvidadas imágenes. Abrazó fuertemente a la enferma del alma para transmitirla su energía, la cogió en su regazo y le susurró al oído dulces oraciones dedicadas a las fuerzas telúricas de la madre tierra. Mientras tanto, el gurú de MJ, el sumo sacerdote de aquel acto salvador, salió del herrumbroso barracón, se alejó unos metros entre los matojos, se bajó pantalones de pintor, blancos como la nieve, y se puso en cuclillas. Encendió un Ducados mientras sus intestinos crepitaban y evacuaban su contenido a gusto. Paladeó el humo saboreándolo lentamente. Luego, agarró una piedra del polvoriento suelo para limpiarse, se subió los pantalones, apuró el cigarrillo hasta el filtro y lo aplastó con la alpargata contra el suelo. ¿Hay algo mejor en el mundo que fumarse un cigar mientras se defeca? Tras el relajo, tomó rumbo de nuevo hacia la casa. Carraspeó en la puerta para aclarar la voz y traspasó el umbral gritando: “Dios es mi señor, y yo te digo, ¡sal fuera de ella, maldito, sal fuera de ella, sal fuera de ella!”. Ahora la chica expulsaba por la boca una especie de sustancia mezcla entre serrín y ron miel con gas. Cada minuto que pasaba el olor a porro mitigaba más el hedor a orín.

--Cuando me paro a contemplar mi estado
y a ver los pasos por dó me ha traído
hallo, según por do anduve perdido
que a mayor mal pudiera haber llegado;
mas cuando del camino estoy olvidado,
a tanto mal no sé por dó he venido:
Sé que me acabo, y mas he yo sentido
ver acabar conmigo mi cuidado.--

viernes, 18 de diciembre de 2009

III. After auers


Juan Moro, el de Valdemoro, se estaba divirtiendo más que un hijoputa el día del padre. Era ya la hora del ángelus del domingo, la hora de recogerse en la misa de doce o la de salir de cañas hacia las calles de La Latina donde se amontona esa estúpida piara de modernos urbanitas. Pero no, Juan Moro pasaba de todo aquello, él estaba disfrutando de aquel fin de semana interminable que había comenzado el jueves por la noche, y continuaba bailando en aquel after de Chueca, el New Space of Sound, al son ensordecedor de músicas infumablemente mecánicas pero irrefrenablemente pegadizas para cualquier mente atiborrada de sustancias psicotrópicas. Se había metido por la cañería bucal una cantidad indeterminada de pastillas, media docena de tripis, speed a paladas, unas cuantas garrafas de éxtasis líquido y la ketamina necesaria para anestesiar a todos los animales del zoo de la Casa de Campo y del circo de Ángel Cristo juntos. El número de copas de Pampero con cola consumidas por el mozo sólo podría ser calibrado por una auditoría supervisada a fondo por Price-Waterhouse. Hacía ya muchas horas que se había pulido los cuatrocientos euros que le habían pagado el miércoles unos picoletos de la escuela de guardias jóvenes de Baltimore a cambio de unos gramos de nieve cortada por él mismo hasta la saciedad con polvos de talco comprados en el Lidl. No llevaba ya ni un pavo en la cartera, y su gaznate sólo cataba líquidos gracias a las continuas invitaciones de John, un gay yanqui de dos metros de estatura al que había conocido hacía unas horas tras tirarle encima una copa de vodka con Cointreau. Juan había insistido en pagarle otro cubata al maromo para compensarlo por su torpeza y el pivot de Millwaukee, ante tal gesto de altruismo, se había quedado prendado de esos ojillos negros del Moro. El norteamericano se convirtió así, por puro enamoramiento, en el servidor de Juan durante unas horas, en su genio gay de la lámpara. Si Juan quería beber John acoquinaba al camarero; si Juan tenía hambre John se ofrecía a llevarlo a su piso a comer una hamburguesa; y si Juan iba a necesitar amor allí estaría John para dárselo todo, todo. John no paraba de pensar en ese pelo ensortijado y en esa piel morena sobre las sábanas de seda de su dormitorio. Juan tenía el cerebro ya tan abotargado por las drogas y el baile del pim-pan-pim-pan que si lo hubiesen penetrado por sorpresa ni se hubiera enterado hasta el martes por la mañana. El yankee se sentía ya casi victorioso, arrimaba cada vez más cebolleta sobre Juan sin que el joven deeler valdemoreño opusiera resistencia. Tras varios acercamientos John decidió cruzar el Rubicón, y le echó mano al paquete con la decisión de un Marine de la 101 división aerotransportada durante el día D . La virilidad de Juan salió de repente en su defensa desde la linea Maginot de su bragueta y le despertó del colocón de sopetón, como en un salto al vacío. El percal no era de su agrado. Toda su vida pasó ante sus ojos en unos segundos e incluso en centésimas calibró cómo resultaría la experiencia del sexo con un hombre, si en el fondo no sería cuestión de probar, ya que tanto en el comer como en el follar todo es empezar. Pero, haciendo caso del casticismo más recalcitrante que habitaba en lo más hondo de su corazón, decidió la solución cobarde, la huída. Se le ocurrió espetar el previsible estribillo: “voy a mear”, y salió como alma que lleva el diablo hacia los servicios del antro. Evacuaría su agüita amarilla, después se escabulliría por la puerta y si te he visto, John “gay pagacopas”, no me acuerdo. Pero no todo iba a ser un camino de rosas hacia la salvación. Al divisar el meódromo desde la puerta el panorama no era precisamente edificante: aquello parecía una reunión de obispos borrachos el día del apocalipsis. La oscuridad era casi absoluta y una multitud de siluetas musculosas se adivinaban, cimbreantes como anguilas eléctricas, entre la penumbra. Juan Moro corrió entre aquella maraña de cuerpos sudorosos como Casio Querea por el bosque de Teutoburgo. Consiguió entrar a duras penas en una cabina cagadero al fondo de aquella Gomorra. Al comprobar que el habitáculo carecía de puerta le recorrieron escalofríos desde la nuca hasta el orto. Mientras aflojaba la vejiga giró su cabeza y, entre las sombras, adivinó la silueta John, que entraba en su busca como caballo desbocado en aquella mezcla de cuarto oscuro y baño. El elefante no tardó en penetrar en la cacharrería y en identificar al Moro gracias al voluminoso peinado rizado micrófono que el de Valdemoro lucía como si fuera el sexto hermano de los Jackson Five. John entró en aquella sucia garita y se colocó frente a frente con Juan, duelo al sol bajo los focos de neón que hacían lucir fluorescentes las dentaduras. Intentó darle un beso, pero éste le apartó la boca. Juan Moro no llegó a llorar como Boabdil en Granada, pero casi. Sólo acertó a decir: “John, ya me he fijado que te gusto, pero soy heterosexual, ¿comprendes? Heterosexual…”

--Como las heces cálidas de un palomar vetusto
mil sueños en mí dejan una dulzura ardiente:
y así mi corazón es como un triste arbusto
que tiñen rojas gotas de un oro incasdencente--


lunes, 30 de noviembre de 2009

II. Odio y heces

J odiaba las clases, odiaba a los profesores, odiaba a los alumnos de todas las edades, incluso odiaba a las pizarras y a las putas tizas. Si todos se murieran él sería feliz. Los otros niños le machacaban, le pegaban, le vejaban, le insultaban. J no cagaba nunca en el colegio, y rara vez meaba, se las arreglaba para aguantarse hasta casa, ya que le daban arcadas sólo de pensar en entrar en aquellos repugnantes wateres adornados con tan penetrante hedor a orín y humanidad infantil. Salía de su casa a las ocho de la mañana y regresaba a las cinco y media de la tarde, la tortura era larga. Durante ese lapso de tiempo su cuerpo no se vaciaba de líquidos más que mediante el sudor y la excreción nasal. Gracias a la práctica de tan escatológico deporte y al paso inquebrantable de los años, que siempre al humano le añade diabólica experiencia, J consiguió un tremendo control de sus esfínteres, su recto se convirtió en una válvula de acero infranqueable para las heces fecales, una habilidad inversamente proporcional a su facultad de controlar la eyaculación, reto que nunca llegó a superar ni con entrenamiento duro a base de masturbación compulsiva estilo mandril. J podía, además, hacer sonar sus intestinos con la habilidad de un maestro de la gaita, podía interpretar bellas melodías al estilo de las de Carlos Núñez con el suave pero bizarro viento de metano que expulsaban sus nalgas al relajarse. Era capaz de conseguir un cuesco de aceptable sonoridad cada quince segundos sin esfuerzo, y repetir esa flatulenta operación durante horas sin desfallecer ni acudir a urgencias del hospital. J es en la actualidad claramente comparable en cuanto a pedos con Usain Bolt en el atletismo. Si el esprinter jamaicano es capaz de correr los cien metros lisos en nueve segundos y sesenta y nueve centésimas, J es capaz de convertir una lata de fabada litoral en novecientos sesenta y nueve malolientes pedos en cien minutos, y todo ello sin necesidad de perder el tiempo en un gimnasio ni de maltratar su cuerpo con pesas o anabolizantes.

J estaba enamorado de una niña calienta pollas de su clase, M, que ni se dignaba a mirarle. Las hembras, por aquel entonces e incluso siempre, no reparaban más que en los delincuentes juveniles y en los viriles repetidores, únicos machos a los que dejaban magrear sus inmaduros cuerpos tumbadas sobre el césped de los míseros parques del extrarradio. J se masturbaba compulsivamente pensando en ella y una tarde consiguió la cifra record de ocho eyaculaciones; tuvo que pasar la fregona con energía sobre el suelo de su cuarto, aprovechando el rato en que su madre bajó a tirar la basura, para mitigar las agrias mancha con las que había adornado el parquet. J perdió la cordura una mañana, ya que durante el recreo le contó a un supuesto amigo que le gustaba M, que estaba locamente enamorado de ella. Un mes más tarde Jesús Cerdá, un matón repetidor tres años mayor que él y compañero de séptimo curso de EGB, se acercó a J a la salida. J creyó que le iba a llamar maricón y a pegarle, como hacía siempre, pero éste, entre sollozos, relató que la chica por la que bebía los vientos J le había confesado a él, mientras hacían el amor bajo un pino piñonero del parque sito junto a las vías del tren de Alcorcón, que estaba loquita por J, y que ella no se había corrido durante aquel coito con la excusa de que sólo podía alcanzar el orgasmo pensando en J. M le había pedido llorando a Jesús que por favor hablara con J para hacerle llegar sus sentimientos, que no podía decirle aquello en persona porque le daba vergüenza que sus amigas la vieran con uno de los feos del colegio, que si J la amaba de verdad acudiera al cine del barrio aquel sábado por la tarde, a la sesión de las siete, y que dentro, en la última fila, se encontraría con él. A J le dio un vuelco el corazón aquel martes, y hasta el sábado no se le levantó el nabo ni para hacer una paja, todo por amor. Soñaba con dormir con ella, sorprendentemente no con que se la chupara; se había vuelto noble y limpio de repente. Llegó el sexto día de aquella semana y J se acicaló, se vistió con unos pantalones Levis piratas del rastrillo del San José de Valderas, se calzó unas Nike Wimbledon de su hermano que le estaban dos números grandes y se embadurnó hasta provocar el vómito en sus semejantes con la colonia Brummel de su padre. Se marchó al cine nervioso como un flan Dhul fantaseando en cómo sería aquello del amor real de carne y hueso. Llegó diez minutos antes de comenzar la sesión. Echaban un suculento programa doble: “Los liantes” y “El lago azul”. Aguantó casi cuatro horas en soledad esperando a su amada, que nunca apareció por el lugar. Al menos J pudo tirarse sus habituales ventosidades a gusto sin miedo al rechazo de su Julieta. A la salida se dio cuenta de la burla al ver a Jesús y a tres más de los hijos de puta de sus compañeros enfrente de la puerta riéndose. Le llamaron maricón y gilipollas a gritos para que toda la gente lo escuchase. Le siguieron casi hasta su casa mofándose de él, incluso le dieron tres collejas que le dejaron el cogote color papaya. Las risas en clase siguieron hasta final de curso, y las hotias en su contra también, cíclicamente, día sí y día también. Años más tarde, J, enchufado por su hermano mayor, consiguió trabajo en un periódico de tirada nacional, y en la actualidad cobra más de dos mil euros de sueldo por casi no hacer nada. J mataba las tardes de adolesciencia y soledad en su habitación escuchando los discos de Pink Floyd y de los Eagles de su hermano, fingiendo que era un tipo sensible y que amaba la música de los grupos dinosaurio de los 70. J se sigue masturbando compulsivamente, incluso en los servicios de su trabajo, incluso después de follar con su mujer, incluso, a veces, excitándose con los anuncios de putas de los canales de televisión local. J sólo se quiere a sí mismo, a los demás les pueden dar por el culo. J tiene que fingir todos los días de su vida que siente algo positivo por alguno de los restantes habitantes del planeta tierra. J caga todos los días dos veces en el trabajo. J dice que ha leído a Jules Renard, sospecho que es mentira.

--Pelo de Zanahoria, las nalgas apretadas, los talones bien plantados, se echa a temblar en las tinieblas. Son tan espesas que se cree ciego. De pronto una ráfaga lo envuelve como un paño helado, para llevárselo. ¿No hay zorros y hasta lobos echándole el aliento en los dedos, junto a las mejillas? Por lo visto, lo mejor es precipitarse hacia las gallinas con la cabeza adelante para agujerear las sombras. Tanteando, coge el gancho de la puerta. Al ruido de sus pasos las gallinas, asustadas, se agitan cloqueando sobre sus perchas. Pelo de Zanahoria les grita: -¡Callaos ya, soy yo!--



lunes, 23 de noviembre de 2009

I. Sexo (inseguro)

Doce y media de la noche, y sereno. Sanchinarro city, ciudad fantasma. Ya ha comenzado a caminar el 16 de noviembre del año de Dios de 2008. En la calle hace fresquete, pero dentro del piso hace calor, el ambiente está cargado en la habitación. M “el flaco” suda como un gorrino. T, la oncóloga, descansa a su lado tumbada boca abajo tras el acto sexual. M se levanta de un salto del catre, coge el móvil que descansa sobre la mesilla y encamina sus pasos hacia el retrete para evacuar la meada post eyaculación. Mingita con alivio y después cierra la tapa del inodoro, se sienta sobre él y escribe, con una sonrisa de puerco cínico en la cara, un sms: “Acabo de pegarle un lechazo a T en la espalda. Por cierto, feliz cumpleaños”. J “el gay”, el cumpleañero en cuestión, no recibió nunca tan tempranero mensaje de felicitación. Al pulsar el botón para enviar de repente sonó un pitido en el dormitorio contiguo. Era el móvil de T avisando que una misiva electrónica acababa de llegar. T dejó plantado a M al cabo de unos días. T le contó a sus compañeras de trabajo que M era un cerdo, un gilipollas y un hijo de puta, que le iba a tomar el pelo con sus gracietas a su puta madre, y que además era un simple. M estuvo mintiéndome durante meses al contarme que había superado sus problemas para colocarse el condón sobre su miembro viril, al decirme que ya no se le bajaba al notar la fina capa de látex extendida sobre su piel. Aseguraba que con T había conseguido tomar las medidas profilácticas que con ninguna otra hembra (también sostiene que no ha conocido sexualmente varón) en sus treinta y tantos años de promiscua existencia había logrado. Finalmente, tras reconocer su mentira ante mí, para justificarse M argumentó que, por ser investigadora en el campo de la oncología, a T la realizaban pruebas cada poco tiempo en lo concerniente a enfermedades de todo tipo, incluidas las de transmisión sexual. M aseguraba que con ella no había nada que temer, que estaba bien limpia y pulcra, y que la marcha atrás era un noble arte que siempre, contra viento y marea, a él le había funcionado. Además, también había que considerar el sexo oral como una placentera alternativa. T y M son ambos murcianos, residentes en Madrid, y han dejado de ser novios, amantes o como coño quiera llamarse.

Una tarde de la fría primavera de 2009 M fornicó alegremente y sin protección alguna con una albaceteña que conocía de sus pretéritos tiempos en la universidad de Murcia. A sus espermatozoides, tantos años vagos de siete suelas, aquella velada les dio por trabajar de forma estajanovista y acertaron en el blanco, dieron en el centro de la diana de un óvulo no se sabe si manchego o murciano, porque hace unas pocas décadas Albacete no formaba parte de Castilla la Mancha, sino de la región del pimentón. M se lo contó casi inmediatamente a J ahorrándose en este caso los detalles morbosos, y éste le reprendió con inquina reprochándole su constante afición de jugar a la ruleta rusa con el destino. Tras unos minutos fingiéndose enfadado, J le dio un abrazo insincero a M y le espetó las cuatro frases manidas al uso para la ocasión que nadie en el fondo entiende: que enhorabuena, que al fin y al cabo esta vida estaba para vivirla, que esta puta existencia son cuatro días y que ambos tenían ya una edad como para repoblar el planeta sin remordimientos ni reproches absurdos. La parienta de J llevaba también embarazada unos meses; quién sabe si en un futuro no muy lejano los vástagos de ambos no podrían sentirse atraídos sexualmente, emparejarse y reproducirse, perpetuando así los amistosos vínculos de ambos. Tampoco rechazarían que si sus hijos fueran del mismo sexo surgiese entre ellos una atracción sexual que les llevase a convivir emparejados en Chueca y a adoptar un niño enano vietnamita. No en vano a J no le producen rechazo visual las películas X en las que no aparecen mujeres durante los coitos.

M se marchará unos días a la playa con su chica en compañía de sus suegros, luego volverán a Albacete para hacerle la ecografía de rigor. J se marchará con la suya a Maspalomas, paraíso swinger. Sus respectivos bombos irán creciendo a medida que el año transcurra. J dice que el parto igual le jode el fin de año. M pagará la mitad de la hipoteca de su señora, mientras que J no deja que su pareja pague ni un céntimo de la suya, sólo comparten gastos de agua, luz y electricidad, ya que el piso es suyo con unas condiciones hipotecarias muy ventajosas y si en un futuro, Dios no lo quiera, se divorciasen, él piensa que a ella se le debería caer la cara de vergüenza si reclamase esa ajena propiedad. M siempre ha sido más confiado y menos cabrón que J. En una ocasión ambos compartieron a la misma chica en el plazo de veinticuatro horas, aunque sólo J la pudo penetrar, pues ella era partidaria de practicar el sexo con protección. Pero M tuvo su felación de rigor en la ducha. Horas más tarde, J tuvo relaciones sexuales completas con ella después de que M le dijera: “háztelo con ella si te sale de los huevos”. M lleva un tatuaje en el brazo izquierdo con el símbolo de Depeche Mode. J se compró una Fender Stratocaster cara, pero hace tiempo que no la toca. J suele cansarse de casi cualquier cosa que hace, pierde el interés por todo lo divino y lo humano con extrema facilidad. J es un tipo muy muy muy nervioso, tanto como M, pero a este último la procesión le corre por dentro sin dejarse ver en exceso.

--inverno inverno
el inverno me gusta
si hace calor--