domingo, 7 de febrero de 2010

VII. La montaña


MJ se comió cuatro trozos de roscón, dos con nata y dos del seco, casi sufrió una alferecía rosconera. Su familia política le miraba anonadada. Los preceptos religiosos del ovolactovegetarianismo no le impedían comerse toda la masa azucarada que le saliese de los cataplines. El hermano de L le regaló a su cuñado dos camisetas estampadas con enormes ohms sobre el pecho, una verde fosforito y otra naranja butano, muy vistosas. El padre de ésta, su suegro, le obsequió con un reproductor de MP3 de un giga, para que pudiera abstraerse del mundanal ruido escuchando a Raví Shankar o a George “qué pacífico soy” Harrison. Después del café y el orujo, MJ bajó a la perra a mear a la calle y aprovechó para fumarse un petardo; siempre es bueno guardar las apariencias, a los padres no suelen gustarles las drogas; se tiró un buen rato sentado en un banco del parque tomando el fresco y haciendo tiempo, ya que convivir mucho rato con una familia que no es la de uno suele convertirse en un coñazo insoportable. El resto de la tarde transcurrió relajada. Cuando el sol iba a ponerse L y MJ se despidieron y pusieron rumbo al este, hacia el reborde de la cloaca mediterránea. Durante las cuatro horas que duró el trayecto casi ni cruzaron palabra. Él conducía abstraído en la infinitud mientras ella dormitaba o liaba porros, los encendía con desgana y se los pasaba al chófer. Hacía tiempo que su comunicación era más bien plana, el sexo también. Fornicaban mecánicamente de pascuas a ramos, MJ necesitaba eyacular poco gracias al yoga, al menos en presencia de ella. Los últimos meses él se había dedicado a esquivar lo máximo posible la compañía de su partenaire, que le hastiaba, le aturdía, le encocoraba. L se sentía como una mierda seca, la casa se le caía encima, todo el día sola, tumbada en el sillón viendo la tele mientras MJ se dedicaba a frecuentar a sus discípulas del yoga, sobretodo a la puta de “la psicóloga”. La mansión de los Plaf de la pareja se caía a cachos, y no sólo anímicamente. MJ nunca había mostrado gusto por hacer las tareas del hogar, y L, sumida en aquella depresión no coital, no estaba por la labor de fregar. Además, los muros de aquella prisión necesitaban una urgente capa de pintura, lucían desconchones por todas partes, metáforas del desastre marital. L le dio un ultimátum: o adecentaba la choza o ella no aguantaría más allí. Pero MJ, altivo, respondió a sus exigencias marchándose a pintar el despacho de “la psicóloga”. Le propinó dos capas de brochazos beige sobre las paredes y otras dos blancas en los techos; luego se fumaron un porro king size juntos y charlaron amigablemente sobre el karma hasta las dos de la mañana.

La tarde-noche del día de Reyes no iba bien. Llegaron al pueblo, un punto perdido en medio del levante español en mitad del triángulo de las Bermudas que forman Elda, Petrer y Villena, cansados y aturdidos por el hachís. Era ya noche cerrada y L se dispuso a meterse en el catre sin mediar palabra, como siempre. Pero, sorpresa sorpresa, el hasta entonces mudo MJ le dijo que tenía que hablar con ella. Se sentaron en dos raídas sillas de paja de la cocina y le soltó aquella perorata que L todavía recuerda frase a frase. “No quiero que sigas siendo mi pareja, quiero olvidarme de los roles tradicionales, vivir la vida yo sólo, sin atadura, quiero que te marches, sin rencores, sin resentimiento. Sigue tu camino y sé feliz”. “Eres un hijo de la gran puta…”, contestó L, que se encerró dando un portazo en la habitación. La noche fue de aupa. MJ durmió en el sillón, y L no pegó ojo sumida un mar de lágrimas de frustración. A la mañana siguiente hicieron una repartición rápida de objetos y bienes, . MJ tenía prisa. Él se quedaría con el coche, un Citröen Xsara nuevecito que el padre de L les había sacado a precio de saldo del concesionario en el que trabajaba. Ella se haría cargo de la perra, ya que a MJ se le hacía muy dificultoso bajarla a cagar cuatro veces al día a causa de sus apretados horarios laborales. Los dos gatos, Shiva y Visnú, permanecerían con su padre putativo humano. L metió en la maleta dos pares de bragas de cuello alto que había comprado en el mercadillo de Villena, dos sujetadores talla melón temprano muy usados, un par de sucios jerséis de hippie dados de sí, tres o cuatro fotos y salió por la puerta rumbo a la estación de autobuses. Miró hacia atrás, pero no vio la silueta de MJ en la ventana. El viaje se hizo eterno. Ponían “El club de los poetas muertos” en el video del autocar y el trayecto fue especialmente insoportable en compañía del gilipollas de Robin Williams haciendo el idem. Cuando llamó al telefonillo de su casa su padre respondió flipado al escuchar su voz. Al verla subir por las escaleras con aquella cara desencajada se quedó mirándola como si viese a un espectro del más allá. “¿Qué coño haces aquí, L?”. La hija rompió en una tremenda rabieta sobre los brazos de su progenitor y casi se desmayó. Cosas de chiquillos, pensó él. A cuatrocientos kilómetros de aquella escena, en ese mismo instante, MJ lamía con pasión el culo en pompa de “la psicóloga” y la juraba amor eterno; ambos pensaban que sus karmas estaban unidos por el destino a través de las reencarnaciones. “La psicóloga”, hasta la fecha, sólo follaba sistemáticamente con argentinos y cantautores, pero había decidido que desde aquel instante se uniría a tan selecto club de fornicadores la figura de los profesores de yoga.

L atravesó una época terrible. En los dos últimos años de su vida había perdido todos los amigos y las raíces que en el pasado tenía en la ciudad. Su odiado Madrid era ahora una puta mierda aun mayor en soledad; el túnel del tiempo hacia el pasado que vivió en ese momento le hizo pensar incluso en el suicidio. En más de una ocasión intentó tragarse un frasco de Clonazepán entero, pero siempre le había sido muy difícil introducirse incluso medio Gelocatil por el gaznate, le daban arcadas y acababa potando la cena. También sopesó la opción de cortarse las venas, pero, imaginando el dolor que aquello debía producir, finalmente decidió dejárselas largas. Su hermano le buscó un trabajo temporal en la fábrica de John Deere de Getafe, ensamblando tractores. Ella siempre había sido muy hábil en los trabajos manuales, la seleccionaron enseguida. La cadena de montaje era una ocupación ideal para no pensar, y pagaban un buen sueldo. Los empleados se comportaban como autómatas, ocho horas seguidas apretando tornillos durante las que paraban cinco minutos de cada dos para mear o fumar. En aquellos breves recreos L comenzó a conocer en profundidad al lumpen proletariado que habitaba por aquellas latitudes. La mayoría eran tipos y tipas prisioneros del sistema de hipotecas y préstamos bancarios, jóvenes nihilistas dedicados a vivir la vida a veinte por hora con la sensación de que lo hacían a cien; formaban un ejército de sombras aparentemente vivas que luchaban por sobrevivir sin saber por qué, como si poblaran una kafkiana película con ramalazos industriales de Peckimpah. En los servicios de la fábrica había más restos de cocaína que durante un fin de semana en la puerta de un after. Los machos del lugar comenzaron a tirar los tejazos sobre L como si fueran Napalm. “¿Por qué no?”, pensó ella mientras se tiraba en su coche a un rudo mozalbete cuya pierna derecha lucía un decorativo tatuaje con una esvástica en el centro. Follar con descerebrados era la mejor manera de limpiar la mancha de la mora que le había dejado MJ. Poco a poco se acabó pasando por la piedra a media cadena de montaje, incluso picó alto haciéndoselo con dos de los encargados, uno de ellos cuarentón, casado en segundas nupcias y con dos hijos adolescentes. Ellos le contaban sus infectas vidas mientras se fumaban el cigarrito de después del casquete, les encantaba que L escuchase sus penas con atención. Los miembros de aquella piara se pirraban por un revolcón con L, porque tenía doble premio, sexual y psiquiátrico, todo de una tacada, era la mujer perfecta. Pero no sabían, incautos, que ella lucía la sonrisa en la boca y los ojos de interés como un salvapantallas protector; mientras mantenía las apariencias, en el post apareamiento pensaba en lo mierda que era la puta existencia y en lo maravilloso que sería que un día, de repente, el sol explotase y abrasara aquella bola de estiercol y oxígeno que es el planeta tierra.

El contrato de seis meses de tractorlandia se acabó, pero prometieron que volverían a llamarla muy pronto si la economía iba bien. El infecto tiempo, el que todo lo mata y todo lo cura, pasó como un zurullo flotando rápido sobre un río. L tuvo que buscarse la vida. Hizo un curso de masajista CCC y otro de profesora de pilates intensivo de diez días, y en un mes envió mil doscientos curriculums por todo Madrid y alrededores. En una clínica de Orcasitas que funcionaba con licencia de peluquería le hicieron una prueba. Dio un masaje linfático al dueño-jefe e impartió una clase de pilates a tres mujeres premenopáusicas del barrio en una sala multiusos clandestina que tenían en el sótano. Al día siguiente firmó el contrato de ochocientos diecisiete euros brutos mensuales a cambio de cuarenta horas semanales. Los días continuaron su marcha inexorable. Una tarde se presentó un cliente peculiar, un profesor de esquí por horas de la estación de La Pinilla al que le molestaba una contractura muscular en el nervio ciático que se había hecho cortando jamón en casa de su madre. Chus entró a la salita, se bajó los pantalones, se quitó zapatos y calcetines y se lanzó sobre la camilla como un fardo. L pudo observar que le faltaban dos dedos centrales del pié derecho y el pequeñín del izquierdo. Además, su cuerpo atesoraba más cicatrices que un ecce homo; una era claramente de una operación de rodilla y otra, sobre el costado, parecía de un transplante de riñón clandestino de lo fea que era. Hablaron por los codos durante aquella cita laboral. Chus, Chuchi para los amigos, se dio tres sesiones más de masaje y pidió que fuesen infligidas por las manos de L. Había una extraña conexión entre los dos y quedaron clandestinamente aquel fin de semana. Chus la invitó a una excursión con raquetas de nieve en Navacerrada. Fue un fácil trayecto, pero el profesor de esquí y montañero resbaló mientras se lanzaban nieve en un ventisquero y se produjo un esguince de tobillo de grado 2. L acudió a su casa a darle un masaje gratuito sobre aquella malograda extremidad, se puso sus mejores galas para tal evento, pero no hubo sexo, sólo charlaron de montañas.

Chuchi era un gran amante de la naturaleza y de las novelas de Stephen King. L soñaba con liarse con él y comer perdices, con tener tres hijos juntos y llamarles Montaña, Río y Árbol. Quedaban para desayunar, comer y cenar, y para hacer excursiones, pero no conseguía follar con él. L dejó de fornicar compulsivamente con otros, ya no la ponían en absoluto otros machos. Gracias a unos ahorrillos que fue amasando con los masajes, todo a base de gastarse menos que un ciego en novelas, invirtió tres mil euracos en una promoción de pisos en Berzosa de Lozoya. Pensaba todos los días en una vida en común con su montañero sobre las faldas de la sierra de Guadarrama, al calor de una chimenea. Una mañana acudió al Centro de Terapias Sport Relax a trabajar y se encontró un precinto de sanidad que bloqueaba la puerta. Llamó por teléfono durante una semana al dueño, pero de éste no se volvió a saber nada. El muy cabrón adeudaba a sus empleados mensualidad y media cuando sanidad le echó el guante. La crisis planetaria comenzó a ser galopante y en John Deere se fabricaban muchos menos tractores; los beneficios de la fábrica bajaron un diez por ciento, por lo que sus bienintencionados directivos planificaron un ERE en el que despidieron a un veinticinco por ciento de la plantilla. Por supuesto nunca volvieron a llamar a L para trabajar con ellos. Se le estaba acabando el paro y no encontraba nada en el mercado, las colas en el INEM eran kilométricas. La constructora de la urbanización Berzosa de Lozoya Resort and Golf quebró y dejó a sus inversores con un palmo de narices y una patada en los huevos o los ovarios, según el caso; el dueño del chiringuito inmobiliario emigró a un país desconocido de América Latina con los beneficios de aquellos terrenos que, en realidad, nunca dejaron de ser rústicos.

A finales de octubre, cuando L estaba a punto de desistir de la vida a un tris de lanzarse sobre las vías del cercanías cuando el tren pasase por la estación de Getafe Centro, vio un anuncio pegado con celo sobre una farola: “Se necesita personal para elaborar cestas de navidad, acudir con DNI o tarjeta de residencia en vigor. Abstenerse personas en situación ilegal”. Aquel mismo día firmó un contrato por obra de seiscientos ochenta y un euros brutos más horas extras al mes. Por la noche había quedado con Chus para cenar en el restaurante chino de los bajos del aparcamiento de la Plaza de España, el mejor comedero cara de limón del mundo. Cuando él se dirigió a mear a los lavabos del aparcamiento contiguo (en ese restaurante no tienen retretes propios), L introdujo unos escasos gramos de speed en la Coca-Cola del esquiador, como el que ataca con todo lo que le queda en el campo durante la prórroga de un partido. Chuchi era radicalmente abstemio de drogas y alcohol, por lo que el subidón fue de tal calibre que tuvo que llevárselo a casa al borde de la taquicardia. Vomitó sobre la alfombrilla de la furgoneta de L todas las empanadillas chinas, los vermicelli y el pastel de año nuevo que había deglutido. Pararon delante de la casa de su madre, pero él no podía subir a su lar, seguía colocado hasta las trancas. L tenía ganas de llorar hasta secarse por dentro. De repente Dios se apareció y Chus le plantó un fogoso muerdo en todos los morros, le metió la lengua hasta la campanilla. Ella no se lo podía creer, condujo a toda velocidad hasta un descampado, pasaron al asiento de atrás y allí consumaron el acto. Costó que él se empalmara, quién sabe si por efecto del alucinógeno, pero ella quedó plenamente satisfecha, su sueño se había cumplido. Los cristales de las ventanillas estaban totalmente empañados. Con las tetas todavía al aire, L se lió un porro para festejar tan deseado evento llevado a cabo. Chus se desperezó poco a poco y, mientras ella apuraba las primeras caladas, le espetó en la cara sin anestesiar y en crudo: “el ocho de diciembre me marcho siete meses a escalar a los Andes, aprovechando el verano austral”. L se atragantó con el humo del chocolate marroquí y tosió como una abuela con enfisema a causa de la impresión.

--Montaña inaccesible, opuesta en vano
al atrevido paso de la gente
(o nubes humedezcan tu alta frente,
o nieblas ciñan tu cabello cano),

caistro el mayoral, en cuya mano
en vez de bastón vemos el tridente,
con su hermosa Silvia, Sol luciente
de rayos negros, serafin humano,

tu cerviz pisa dura; y la pastora
yugo te pone de cristal, calzada
coturnos de oro el pie, armiños vestida.

Huirá la nieve de la nieve ahora,
o ya de los dos soles desatada,
o ya de los dos blancos pies vencida.--



lunes, 1 de febrero de 2010

VI. Velocidad

Jose Antonio Romerales, Romerarles para los amigos, conduce su moto a 160 por la carretera de Andalucía. 170, 180, la puta moto no da para más. Una Honda 500 es poca burra para Romerales, pero no se puede comprar otra porque tiene que dar de comer a las bocas de tres mierdas de hijos, tres mil euros de pensión cada mes que sirven también para alimentar los vicios de la zorra de su ex mujer. En la recta que va desde Valdemoro hasta el cruce con la siempre vacía autopista de San Martín de la Vega, “de la verga” para los amigos, Josean sería capaz de adelantar incluso a Valentino Rossi, a Kevin Schwantz o a Randy Mamola, se conoce al dedillo desde los baches hasta las cagadas de paloma que esconde el asfalto de la zona. En el bolsillo de la chaqueta lleva doscientos pavos en cocaína y sesenta en hachís que Juan Moro le ha despachado amablemente en su adosado de Valdemoro. Además, el joven deeler le ha invitado, como a todo buen cliente, a unas lonchas de escama buena y a unos petas ricos ricos durante las tres horas que ambos han pasado jugando juntos como posesos a la Wii en la choza de Juan, ciento ochenta minutos pegando raquetazos ficticios al aire con las mandíbulas desencajadas. Cuando era joven a Josean le iba mucho más la mescalina, aquella adicción resultaba mucho más asequible para el bolsillo que la actual, pero en cuanto uno pasa de los treinta se aburguesa, y no digamos a los cuarenta y tres, que son las vueltas alrededor del infecto sol que lleva dadas el señor Romerales. La edad ablanda los gustos y el cerebro al más pintado. Antes escuchaba a los Pistols y a The Damned a todas horas, ahora sólo sintoniza los programas culturetas de Radio 3, sus preferencias musicales se han refractado irremisiblemente hacia la putrefacción.

A Romerales le espera en casa “la flaca”, Mamen, y es posible que con una sartén en la mano para darle de hostias, instrumento que maneja tan diestramente como el violín con el que imparte clases en la escuela de música de Aranjuez. La media hora que Josean le pidió para comprar tabaco como permiso penitenciario en su relación se ha convertido en una tarde-noche entera de farra. Cuando Romerales sale a la calle a agenciarse cualquier cosa suele suceder que regresa horas más tarde con los ojos colorados, pero el se excusa diciendo que ese aspecto sospechoso es porque arrastra una conjuntivitis crónica, no vayan a pensar mal. Aunque a “la flaca” esos retrasos ya no la pillan de susto, no puede ocultar que la cabrean como a una mona en época de apareamiento. Un día de éstos cogerá sus cuatro bragas y sostenes requeteusados, preparará su atillo y el mamón no volverá a verla más el pelo, ni el de la cabeza ni el del pubis. La extraña pareja vive en amor y compañía en un adosado de San Martín, bien equipado con piscina comunitaria, garaje y Termomix. A Josean le gusta mucho la comida cocinada en ese aparato inservible e inexplicable, hace tiempo que se ha vuelto casi vegetariano, come más hierbajos al cabo del mes que un conejo de monte, lo que le provoca un constante flato y gases intestinales suficientes como para rellenar el Hindemburg y tres zeppelines más si se pone a ello. Mamen está hasta el toto de deglutir verde. Si no fuera porque es tan bueno en el catre le iba a aguantar su puta madre, pero es que, además, no va mal armado que digamos. “Vaso de tubo Romerales”, dice que le apodaban los de su barrio, por razones obvias, pero para su desgracia en los sex-shops no venden el molde de su pene en silicona como hacen con el de Nacho Vidal, las reproducciones de su polla no son, injustamente, las primeras en la lista de ventas de los cuarenta principales del consuelo solitario femenino. Josean se dedica al trabajo artesanal de cerrajería y forja, lleva desde que tiene uso de razón dándole mazazos al hierro como le enseñó su padre, y ya empieza a tener el lomo encorvado de tanto cargar quincalla sobre las espaldas. El médico le ha dicho que como en lo sucesivo no se cuide va a acabar caminando como Quasimodo, ya que los discos vertebrales entre la L1 y la L2 los tiene más aplastados que una mierda debajo de un zapato. Doce horas diarias currando como un mamón, jodiéndose la vida y la salud, para que todo el chorro de dinero que labran sus hábiles manitas se vaya al sumidero como si fuera agua corrompida, sin disfrutarlo.

“Joder, joder, joder, joder, joder….” Tremendo frenazo, la rueda de atrás se levanta, la de delante se clava en el asfalto, gracias Dios que inventaste los frenos de disco. A la entrada del pueblo los cocodrilos se esconden, en plena bajada, apostados entre la maleza, como si la carretera fuese el río Nilo en las cercanías del lago Victoria. Romerales los huele, huele a la pasma desde chico, no en vano se crió en Villaverde Alto corriendo delante de las fuerzas del orden, y es capaz de frenar la moto en un baldosín, como si bailara un chotis sobre dos ruedas, cuando los intuye. Durante su adolescencia se juntaba con algunas malas compañías, con esas jóvenes promesas que robaban coches por el barrio y los conducían a toda leche hasta estamparlos contra una farola o quemarlos en cualquier descampado del extrarradio matritense. Si su padre le pillaba frecuentando aquel selecto círculo de amistades le medía el lomo con tres correazos bien dados para que entendiera que aquello no era plan. De esos compañeros de correrías pocos sobreviven hoy. Unos se hicieron yonquis, otros choros a secas, otros aluniceros, algunos simples chaperos y los más camellos de baja estofa. La esperanza de vida era notablemente inferior en el Villaverde de los ochenta que en Vietnam del Nortre en los sesenta, y eso que en el sur de Madrid los B-52 no bombardeaban con NAPALM y el único tóxico “Exfoliante naranja” que la CIA habría podido esparcir allí era la maloliente agua que reptaba sinuosa por el Manzanares. A Josean le pusieron a trabajar a los catorce en un taller de coches, y ahora puede desmontar un motor pieza por pieza como quien lava. Le gustaba mucho arreglar bugas, pero su progenitor pronto lo fichó a la fuerza para la cerrajería, y se jodió el invento. Uno no puede hacer siempre lo que le viene en gana en esta vida, le dijo papi. A cambio, le enseñó a ser uno de los mejores artesanos de Madrid en lo suyo, a malear el hierro como si de goma de mascar se tratase. Si no fuera por su cabezita loca, con esas manos de artista Romerales sería un millonario respetado de La Moraleja. Josean si que es un buen compañero del metal, no los momias de los eisidisi ni los mamones de los aironmaiden.

Un sargento de la benemérita le da el alto. Brum, brum, la moto se para tras dos ruidosos acelerones que Josean vierte en la cara de su amigo de verde. Los bastones reflectantes de los picoletos deslumbran bajo esta noche sin luna del fin del verano. “Buenas noches, esto es un control rutinario de documentos y alcoholemia. ¿Me permite los papeles de la motocicleta?, por favor. Gracias. Perfecto. El carnet de conducir, por favor. Muy bien. Gracias. Señor Romerales, venía usted un poco deprisa, pero no tenemos radar aquí, se va a librar por esta vez, pero no debería conducir así por su seguridad y la de todos. A ver, coja aire todo el que pueda y sople por el tubito hasta que yo le diga. Le advierto que el caramelo de menta que acaba de meterse en la boca no hace nada para disimular la alcoholemia, que es pura leyenda eso de que reduce el índice en sangre. A ver, sople, sople, sople, sople, no pare, no pare, vaya, ha parado antes de tiempo. A ver…, dos con cuatro. Le voy a pedir que repita la prueba porque está usted justo en el límite y no ha soplado del todo bien”. Josean siempre había odiado a las fuerzas del orden público, quizás por ser símbolos de autoridad, esa autoridad que él se pasa por sistema por el forro de los cojones. De joven, en los años de la movida madrileña, Romerales fue un punky de los que iban al Rockola a ver a los UK SUBS. Rock and roll, alcohol, gachises y mescalina por un tubo eran la salsa de su vida. Su careto sale de fondo en algunas fotos de García Alix, con su perenne sonrisa de colgado. Una vez los rockers de Malasaña casi lo matan de una paliza gratuíta de esas que daban a los “guarros” sólo por ser “guarros”; le rompieron tres dientes y le patearon el culo hasta jartarse. Gajes del oficio, no guardaba rencor de los del tupé. Pero sí un visceral e innato odio a la pasma, eso es lo que siempre había sentido, y al ejército, y a los pitufos, y a los picoletos, y hasta su puta madre en pelotas.

Uniformes, uniformes, odiaba todos los uniformes, le traían malos recuerdos. Recuerdos de aquella mañana que hacía un frío del carajo en el patio del Conde Duque. El sorteo de la mili, los quintos de aquel puto año ochentero. Acudió a esa pantomima con el Satur, el tío más hábil del mundo haciendo puentes en los coches (fallecido en un accidente hace un par de años al caerse su vehículo desde el paso elevado del Puente de los Franceses), en un coche chorado. Se fumaron un par de porros delante de la puerta, sin desayunar. Le habían contado a Josean que a un noventa por ciento de los que entraban en caja les tocaba destino en su región militar. No había miedo a irse lejos, a ser secuestrado durante un año por aquellos hijos de puta con gorra, no fear, no future, good save the queen. El bombo dio varias vueltas y una mano inocente sacó una bolita. Repartieron octavillas con los destinos asignados. Por orden de la autoridad militar competente debería marcharse a Ceuta a mediados de marzo del año siguiente a una sección especialmente dura de Infantería de Marina. Un punko en infantería de marina, ¿sobreviviría? Le habían dicho que había mucha droga en Ceuta, y putas moras muy baratas. Algo es algo, dijo un calvo. Su padre se alegró nada más conocer adonde le enviaría la madre patria, iban a hacerle un hombre de verdad, a meterle en vereda.

Nadie fue a despedirle al tren camino del sur. Se llevó tres mudas limpias, un bocadillo de caballa y un huevo gordo de hachís que olía a culo de moro regalo de sus colegas. Se rapó la cabeza al cero como le habían aconsejado para no tener problemas con el rasurado del cuartel. Aun así nada más llegar un peluquero gordo con pinta de maricón le volvió a pasar la maquinilla a capón. Compartiría camareta durante trescientos sesenta y cinco días con nueve tíos cerdos, todo un plato de gusto para cualquiera. Enseguida comenzó la instrucción, con el Zetme arriba y abajo todo el puto día ya hiciese frío o calor. Pero Romerales era un máquina. Corría como un gamo, reptaba como una serpiente, saltaba como un chimpancé asustado. Sus superiores se quedaban con la boca abierta. Batió todos los récords en la pista americana de entrenamiento de la base casi sin despeinarse, como si fuera un Richard Gere carabanchelero en “Oficial y caballero”, y todo ello a pesar de que era uno de los que más porros, alcohol y speed consumía dentro del lóbrego cuartel. Cuando a los demás se les salían los pulmones por la boca del esfuerzo Josean aun trotaba gozoso, sin aparentar cansancio alguno, como cochino talaverano disfrutando del barro de su chonera. “Pollardales”, le llamaban muchos en su compañíaa, por la enorme polla de la que hacía gala en las duchas colectivas. Era una fuerza de la naturaleza en todos los aspectos, saltaba a la vista. Pronto se hizo el recluta predilecto del teniente Horcajada Schwartz. Siempre le colocaban el primero de la fila del destacamento para desfilar, le asignaban las mejores raciones del rancho, e incluso se rumoreó que iban a presentarlo a los Campeonatos Europeos de Atletismo Militares. Horcajada le invitaba a sentarse a su mesa en el comedor con los suboficiales, se mostraba con él paternal y campechano, no tan sumamente cabrón y bastardo sádico como con los demás. Aquel veterano militar de porte distinguido al estilo Millán Astray le decía sin rubor a Romerales que admiraba su portentosa planta de atleta, que si por él fuera le recomendaría para entrar en la academia de oficiales cuando acabase la mili, ya que su fuerza y actitud serían un gran ejemplo para el ejército español, tan de capa caída en aquellos decadentes primeros años de la democracia. En septiembre se llevaron al regimiento de maniobras a Zahara de los Atunes, harían un ejercicio de desembarco. El día D por la mañana saltaron como ladillas en celo de las pasarelas de las lanchas y estuvieron correteando por las playas todo el día, gastando munición de fogueo hasta aburrirse emulando a los aliados al abalanzarse contra las defensas hitlerianas del muro Atlántico. Pero aquello no eran ni la ventosa Normandía ni las sangrientas arenas de la mítica Omaha. Cuando cayó el sol, la tropa se retiró a unas raídas tiendas de campaña a planchar la oreja sobre el duro suelo. Por suerte Josean, gracias a su ganado rango de mesías hercúleo de la infantería, tendría el privilegio de dormir en la tienda del teniente sobre un desvencijado colchón, pero al menos era un colchón. Estaba cansado y pronto se entregó a los brazos de Morfeo. Soñó con mujeres desnudas y coches veloces, como siempre. Pero, de repente, una extraña sensación le despertó sobresaltado. Alguien se había tumbado en la cama a su lado, sentía el calor húmedo que desprendía y un hedor mezcla de sudor y aliento a coñac en el cogote. ¿Sería aquello un sueño? No, no lo era, y tampoco era Raquel Welch la que estaba empezando a besarle en el cuello y a tocarle el mugriento culo. Romerales reunió fuerzas, se dio la vueltacon un giro brusco y lanzó de un patadón a aquel bulto sospechoso fuera de la cama. El cuerpo de su visitante de catre cayó al suelo produciendo un estruendo como el de un fardo de estiércol cuando estrella sobre tarima flotante Quick Step. Encendió su linterna y, al apuntar hacia el misterioso individuo, pudo ver que era el teniente Horcajada, que se levantaba del suelo dolorido y jurando en arameo. “No es lo que parece, coño”, decía. Romerales se vio invadido por un arrebato de cólera homicida. Pasó los seis sucesivos meses cautivo en una prisión militar, encerrado en la celda de uno de aquellos temidos castillos para reclutas díscolos. Lo de vivir a pan y agua no era broma, allí ni se comía ni se bebía otra cosa, y mear y cagar no se hacía fuera del tiesto, sino en un cubo. Fractura de pómulo, de los huesos propios de la nariz y tres incisivos superiores arrancados de cuajo; esguince cervical y desprendimiento de dos costillas. Ese fue el parte médico que el hospital militar hizo público en el juicio contra Josean. La cara del teniente había quedado peor que la de Chet Baker después de negarse a pagar la heroína a su camello. Romerales pasó de héroe militar de pacotilla a licenciarse con deshonor. “Me cago en la puta que parió a la patria y al color rojigualdo”, afirmó mirando desafiante al cielo el día que salió del humillante presidio. Doce años más tarde, durante unas vacaciones, Josean se cruzó con un ya retirado y entrado en años Horcajada Schwartz caminando por el paseo marítimo de Benidorm. Un policía municipal consiguió reducir a Romerales cuando bajo su pié se hundía en la fina arena de la playa la cabeza de aquel antiguo teniente retirado a la reserva. Cuatro años antes, al jubilarse, había ascendido a capitán por méritos propios, según rezaba su inmaculado expediente. Enrique Horcajada Schwartz falleció en 2003 de cirrosis hepática complicada por varices esofágicas sangrantes. A la cremación del cadáver no asistió ni el tato, los operarios del tanatorio no tuvieron que molestarse en sacar parte de sus cenizas del horno para meterlas en la hurna de turno, porque nadie tenía intención de ir recogerlas y esparcirlas para darle un homenaje. Sus restos acabarían en la basura, mezclados con los de otros muchos infelices sin parentela, esas personas que fallecen sin perrito que les ladre.

Josean, mientras espera, tararea para sus adentros, en lo más recóndito e inaudible para los demás de su cerebro: “mescalina soy feliz, cuando estás dentro de mí. Y siempre que me besas, en la boca o en la nariz, haces que me vuelva loco, no puedo parar de reír . Mescalina, mi amor”. “A ver, vuelva a soplar, sople, sople, sople, no pare, sople, sople, pare, gracias…. Bien, dos con cuatro. No supera el límite. Pero tenga cuidado, está usted a punto. Aquí tiene sus papeles, gracias por su colaboración. Por cierto, el seguro le caduca dentro de veinte días, recuerde su renovación. Hasta luego, caballero”. (“Que te den, gilipollas”). El amoto arranca. 20, 30, 40, Josean se desvía por la rotonda junto a la cementera, los picoletos le pierden de vista. 90, 100, 120, 140, callejeando por San Martín como si fuese Ángel Nieto por las curvas de Assen. La semana pasada cambió las pastillas de freno en el garaje de casa y al salir a trabajar por la mañana casi se mata en la primera rotonda, en el desvío hacia Arganda; las pastillas nuevas hay que calentarlas antes de darle gas a la puta burra. Las putas rotondas, todo son rotondas, quién coño inventaría las rotondas.140, 140, 150…no va más la mierda de moto. Frenazo en la puerta del adosado, quemando neumático, levantando la rueda de atrás otra vez, mañana sin falta hará un caballito cuando se pire al taller. La mandíbula parece que se le va a desencajar, la cabeza va a mil por hora, entra por la puerta y “la flaca”, que no es tonta, huele que va puesto a una legua. Le pega unos gritos a Romerales, “¿qué horas son éstas, mamón de mierda? Seis horas esperando. Un día cuando vuelvas te vas a encontrar tu puta casa ardiendo y a mí no me ves más, cabrón”. Es una suerte que en el vacío no se propague el sonido, el craneo, cuanto más vacío, mucho mejor, por un oído entra, por el otro sale, es una de esas cosas simples que te hacen la vida más feliz. Romerales se quita la ropa, toda la ropa. Abre la puerta de la cocina que da al patio interior, también la reja antichoris que hay detrás, y del patio sale por un pequeño portillo a la piscina comunitaria, en pelotas, qué más da, son las dos de la madrugada, nadie va a estar mirándole la tremenda minga a esas horas, y el que lo haga que disfrute. “La Flaca” observa la escena, en silencio, desde el umbral de la madriguera adosada. Hace un agradable fresco, corre una ligera brisa que agita los huevos colganderos de Romerales. Venus brilla al fondo como un farol medio fundido, y en la lejanía se escucha al camión de la basura que pone rumbo por enésima vez hacia la incineradora de Rivas. Josean se lanza de cabeza al agua desde el borde de piedra marronacea, emulando a Ramón San Pedro sobre la roca, bucea durante unos metros y segundos después saca la cabeza de las profundidades abisales como una nutria del Lozoya. Se pone en pié dentro del agua, tambaleándose quizás por la fuerza de las olas. “Está muy buena el agua, cariño, tírate, coñíoooo….”. Mamen le hace un gesto con el dedo medio extendido. Junto a Romerales brotan del agua unas burbujas que, cuando explotan sobre la superficie, huelen a gas metano. Las judías pintas guisadas en la Termomix mezcladas con porros pudren las tripas a cualquiera. No fear, no future, good save the queen…

--La llanura infinita y el cielo su reflejo.
Deseo de ser piel roja.
A las ciudades sin aire llega a veces sin ruido
el relincho de un onagro o el trotar de un bisonte.
Deseo de ser piel roja.
Sitting Bull ha muerto: no hay tambores
que anuncien su llegada a las Grandes Praderas.
Deseo de ser piel roja..--