viernes, 5 de marzo de 2010

VIII. Rosenkrantz y Guildenstern


Sobre el agujereado asfalto de la autopista número 1 que une Santiago de Cuba con La Habana nuestro Hyundai Lantra negro corría como un cabrón, volaba bajo. No se divisaba ni un coche sobre el asfalto más que el nuestro en kilómetros a la redonda, sólo pululaban a cámara lenta por sus desiertas cunetas algún carro tirado por escuálidos jumentos o alguna bicicleta pilotada por el Indurain mulato de turno. Hacía muchos años que aquel país se había quedado tirado como una colilla en el arcén; a pesar de nuestras progres simpatías por el comunismo recalcitrante había que reconocer que el mamón de Fidel había dejado la isla hecha una puta mierda, aquello parecía más un solar abandonado a orillas del Caribe que una nación. Atrás quedaban los tiempos en que los chicos listos de la mafia americana y el surrealista dictador fascista Batista hacían florecer la economía cubana con mano de hierro enfundada en guante de idem. En el asiento de atrás dormían tres de mis secuaces como puercos en la cochiquera. Mientras tanto, mi copiloto, el puto murciano, hacía contorxionismo sobre su asiento para coger una postura cómoda que le permitiese planchar la oreja, roncando como una rata almizclera cuando está a punto de parir. A ciento noventa por hora pillé un bache y mi Luis Moya particular se despertó súbitamente con el zarandeo. “Hijo de puta, frena un poco, que nos vamos a matar y ni nos vamos a enterar, pedazo de cabrón…”, me dijo el archenero medio en duermevela; pero rápidamente volvió a lo suyo, a soñar con mulatas en pelotas. Yo no había conseguido hacerme con los mandos del coche hasta aquella mañana de resaca, ya que una de nuestras compañeras de viaje, presentadora del telediario del mediodía en una cadena de televisión nacional, se había hecho cargo del volante durante varios días sin dejar que el resto lo tocásemos ni a hostias. No entendíamos tanto afán de dominatrix por pilotar, y doy fe de que el asiento del conductor no llevaba un consolador incorporado que explicase tal afán de ella. La susodicha, una hembra de encefalograma plano pero con más picardía que un ave de corral (más zorra que las gallinas, hablando en plata) se había añadido a nuestra expedición para expresar desdén hacia el directivo televisivo casado a quien se la estaba chupando por aquel entonces en sus ratos libres; reclamaba con su escapada al Caribe un poco de caso de su adúltero mandamás. Ella ocupaba la plaza de asiento contigua a J. Él, a la chita callando, siempre había deseado penetrar su puntiagudo culo, pero nunca se había atrevido a intentar tal asalto al poder, ya que daba la casualidad de que aquel jerifalte televisivo que ella se tiraba los martes y los jueves por la tarde era el mejor amigo del hermano mayor de J, el alma fraternal caritativa que le había conseguido ese trabajo de más de dos mil pavos al mes en el que se tocaba los huevos, y no era plan de sacrificar su futuro laboral por una gachí, porque si en algún momento se le ocurriese meter de facto su sucia polla en aquella infecta y estrecha vagina corría el riesgo de ser despedido fulminantemente del periódico. Ser un puto enchufado tiene sus pros y sus contras en esta sucia vida.

Seguimos camino cruzando extensas llanuras adornadas por cocoteros y aves carroñeras. En la intersección con Santa Clara paramos a abrevar. El paisaje desolador y el silencio reinaban sobre aquel parque temático de la pobreza y el Stalinismo. Nos equivocamos de camino al retomar la ruta, pero el coche aguantó bien cuando lo conduje acelerando a tope campo a través por la mediana para volver a la senda recta. J me gritó todo tipo de insultos acojonado por la posibilidad de que mi conducción temeraria desembocase con su culo reposando en algún lúgubre calabozo de la policía de tráfico cubana. Cuando se hizo de noche descubrimos que el vehículo carecía de luces de cruce, sólo unas débiles bombillas de posición alumbraban delante nuestra el asfalto. Descubrimos también que el Hyundai tampoco tenía depósito de agua para el limpiaparabrisas, y una nube de bichos tropicales espachurrados de todo tipo emborronaban nuestra débil visión al volante hasta casi cegarnos por completo. Nos apeamos en medio de la carretera y limpiamos el parabrisas con escupitajos y una camiseta sucia de MR, la redactora de Europa Press que ocupaba la segunda plaza femenina del grupo y que de paso daba calor a mi catre por las noches. M tuvo que volver de improviso al habitáculo del coche, le habían picado seis mosquitos king size, dos en la cara, dos en un brazo, otro par sobre el tobillo, se le hincharon las picaduras como pelotas de golf rápidamente y no paraba de rascárselos como si fuera sarna murciana.

Bien entrada la noche llegamos a Pinar del Río. La pequeña ciudad apenas se divisaba a lo lejos, ya que más de la mitad de sus farolas carecían de bombillas. No hay mucha contaminación lumínica en Cuba, gracias a lo cual se pueden ver cielos estrellados incluso en el interior de sus míseras ciudades. Tocaba buscar alojamiento. Muchos cubanos ofrecen sus casas a los visitantes por un muy módico precio, pero la presentadora se empeñó en que quería alojarse en un hotel. La redactora de Europa Press y yo nos opusimos a tal dispendio económico, pero la muy puta consiguió camelarse a los otros dos para llevárselos al huerto hostelero. Cogimos una suite doble y una triple, ambas sin cucarachas, un logro a tenor del aspecto del establecimiento. Las dos mujeres se quedaron duchándose en una de las habitaciones mientras que los machos salimos a buscar comida por los bares, que ya estaban todos cerrados. Preguntamos a los transeúntes, pero nadie sabía algún lugar donde nos vendiesen algo que llevarnos a la boca. Nos ofrecían de todo: alcohol, hachís, farlopa. anfetaminas, incluso sus propios cuerpos, pero ninguno a aquellas horas de la noche podía dispensarnos comida. Por fin. un chaval jovencito se ofreció a guiarnos a casa de una señora, una negra gorda más pobre literalmente que las ratas, que podía vendernos unos frijoles con arroz. “Me habían contado que hace un rato habéis llegado a la ciudad, os he reconocido por el coche negro, decían que había llegado un coche negro con españoles…”, nos relató sorprendiéndonos el imberbe Nelson, que así se llamaba el gachó; las noticias sobre los forasteros volaban en Pinar del Río. Después de conseguir nuestra preciada comida le regalamos una cantidad indeterminada de pesos, suficientes para cubrir su manutención durante un año. Él se marchó a casa feliz por no haber necesitado ejercer sus favores sexuales con tipos como nosotros para llenar el bolsillo. Pero, tras apearse, se dio la vuelta y agradecido insistió mirando fíjamente a J: “Señor, ¿de verdad no quieren que suba a su hotel? Soy gay, no me importa, no les cobraré nada, lo hago por placer…,y si ustedes dos quieren mujeres yo se las puedo traer también…”. J, que conducía, arrancó quemando rueda, todo el mundo que tomaba el fresco en la calle se nos quedó mirando. Me levanté a la mañana siguiente con la boca como una alpargata a causa de los excesos con el ron Guayabita. La redactora, que descansaba a mi lado desnuda con el culo en pompa, se despertó al poco rato musitando palabras inconexas y tirándose pedos. Cuando recuperó la consciencia se puso a despotricar todo tipo de improperios a cerca de la presentadora. Decía que era una zorra descerebrada y que le caía como una patada en el chocho. Yo pensaba lo mismo que ella a cerca de aquella ramera manipuladora sin moral ni escrúpulos. Aquel odio exacerbado, esa pasión, nos hizo echar un polvo mañanero que no estuvo mal. Cuando descansábamos tras el coito como fardos sobre la cama sonaron dos golpes en la puerta. Eran J y M, que nos llamaban para que saliésemos de una puta vez de aquel infecto hotel. Abrí y allí estaban los dos, con caras desencajadas, como si fueran unos cutres Rosenkrantz y Gildenstern cañís. Era casi mediodía y teníamos que partir hacia Cayo Jutía porque se le había antojado a su compañera de cuarto, la ínclita presentadora, que era una “hija de puta”, añadió M en tono bajo cuando J se alejó por el pasillo. Montamos en el Hyundai los cinco con una resaca del siete. Nadie decía ni palabra. Puse la cinta del “Californication” a todo volumen en el vetusto casete, cogí el volante y nos pusimos en marcha a velocidad propia del mundial de rallies por una carretera endiabladamente curvada. Después de hora y media llegamos a la estrecha franja de terreno que une el cayo con la isla. Un tipo desarrapado sentado en una silla plegable junto a una barrera oxidada nos cobró un dólar de peaje por entrar en la zona. Una playa de arena blanca se extendía a lo lejos rodeada de manglares y aguas azul claro. Dejamos el coche y caminamos un par de kilómetros por la orilla. Después nos despelotamos, todos menos la presentadora, que era muy casta, y nos bañamos mecidos por las cálidas olas. La presentadora enchufó la cámara de video y grabó risueña nuestros culos; luego sacó diversos planos artísticos del paisaje sin figurantes desnudos. Salí del agua y, mientras ella grababa, le voceé frases tan bonitas como: “hola, guapa, ¿eres jinetera o sólo puta a secas?..”. “Gracias por el detalle, ahora tendré que enseñar el video a mi familia sin sonido”, me contestó. La redactora salió del mar con cara de pocas amigas y le preguntó a la presentadora si le había grabado el “pompis” también a ella. M y J tardaron mucho en salir del agua. A lo lejos se les divisaba como si les estuviera dando un compulsivo ataque de risa. De repente, J apareció sobre la arena corriendo y descojonándose, mientras mar adentro se podía ver a M flotando relajado como haciendo el muerto. J contó entre sus carcajadas y nuestras miradas de incredulidad que habían estado intentando hacerse una paja dentro del mar, pero que sólo M había conseguido correrse. Le dije a la presentadora que hiciera el favor de no bañarse, no fuera a quedarse embarazada. Ella me sonrió con una mueca falsa, como la que acostumbra a esgrimir delante de la cámara mientras ejerce de busto parlante durante el telediario. Su cuerpo anoréxico se estaba poniendo por momentos de un tono rojizo-anaranjado a causa del quemazón del sol. Sobre su espalda y su escote podían observarse unas repugnantes pecas color calabaza. ella nunca se ponía protección alguna sobre la piel para conseguir estar más bronceada cuando salía en la caja tonta y, a causa de ello, su epidermis oculta bajo la ropa lucía agrietada como la de la momia de Tutankamon. Mis huevos se llenaron de arena al simular una pelea de wrestling contra M y J. Le hice un moratón a J en un costado como resultado de una poco certera patada destinada a sus testículos. Comimos los restos de arroz con frijoles que nos quedaban, nos vestimos y a media tarde partimos hacia la urbe habanera.

Nos alojábamos en un piso alquilado por un médico para sacarse un sobresueldo a espaldas del férreo control estatal que se encontraba situado delante del Hotel Nacional. El peculiar casero nos contó que ganaba más rentando el apartamento durante una semana de lo que recibía por un año de trabajo en el hospital. El aire de la ciudad olía pestilentemente a sucedáneos de la gasolina, inefables mejunjes que hacían funcionar los vetustos automóviles que petardeaban al circular por las calles de esta capital mundial de la decadencia. A nuestro amigo J se le había ocurrido cambiar casi todos nuestros dólares por pesos, y ahora nos encontrábamos sin apenas dinero gastable en medio de aquel maremagnum de lumpen depredador de dólares. Para sobrevivir allí, eran necesarios más que en ningún otro lugar del mundo los billetes verdes yankees. Nos quedaba un escaso puñado de estampitas con la cara impresa de Washington, y no los íbamos a malgastar en otra cosa que no fueran putas o alcohol, nuestra religión nos lo prohibía. La presentadora y la redactora sufrían un constante pero placentero acoso sexual por parte de los cubanos, no había hombre que no quisiera meterles la pinga. A nosotros tres, machos europeos de pelo en pecho, se nos ofrecían todo el tiempo prostitutas y chaperos de todas las edades por un módico precio. Nos dijeron que en el barrio chino se podía comprar comida con nuestros abundantes e inservibles pesos. Acudimos hambrientos a aquellos bares y adquirimos varios recipientes de cartón repletos de frijoles malolientes acompañados de una carne que muy bien podría haber sido de rata o humana. Devoramos aquello sin cubiertos, con las manos, aunque la presentadora no quiso probar bocado porque ella era demasiado fina. La redactora, sin embargo, no tuvo reparos en deglutir aquellas delicias turcas; luego estuvo tirándose cuescos toda la tarde. M, muy delicadito él con las comidas, vomitó hasta la primera papilla aquella tarde; uno de los escasos perros vagabundos sin raza que campaban por la ciudad se acercó y chupó con gusto aquella pota murciana ante nuestro estupor. “Ese perro debe ser de Albacete…”, dijo jocoso el pimentonero.

El miércoles por la mañana habíamos quedado con una gente de la universidad para que los “periodistas” que viajaban conmigo diesen una charla ante la muchachada sobre cómo discurría su putativa profesión en España. El aula estaba llena hasta la bandera. El profesor, Ernesto, un efebo con perilla de pelo largo y rizado a lo hippie, no debía tener más de veinticinco años. El docto muchacho presentó al respetable a la presentadora, a la redactora, al documentalista y al redactor. Yo me excuse por no participar en la conferencia, me describí a mí mismo como persona de a pié sin oficio claro, lo que disipó al instante cualquier interés hacia mí. Los alumnos comenzaron a hacer preguntas disparatadas a los interfectos profesionales. En un momento dado, uno de ellos hizo una especie de pregunta retórica y soltó a continuación, sin venir a cuento, una perorata defensora del régimen castrista ante las miradas temerosas de sus compañeros, el estupor de los míos y mis finales sonoros aplausos ante su intervención. Transcurrido el animado coloquio, el docente nos animó a charlar con sus discípulos en un parque contiguo a la facultad. A la salida del edificio me arrimé por unos instantes al freak que había soltado la charleta pro régimen y le expresé mi agrado ante sus peregrinos argumentos. Me contó que él era hijo de campesinos nacido en un pueblecito cerca de Cienfuegos y que no aceptaba las mentiras que se contaban sobre la revolución; que a él y a su gente Castro le había dado todo. Cuando el chico se marchó nos sentamos en círculo junto al resto de la prole en una especie de plazoleta y los alumnos comenzaron a poner a parir a su compañero prorevolucionario, al que acusaban de comisario político y demagogo. Rápidamente hicimos migas con ellos. La presentadora se arrimó sibilinamente al profesor y comenzó a charlar con él sin parar. Varias de las chicas del alumnado, recientemente post púberes, se acercaron a M con intenciones de liberarse sexualmente con el visitante. Mientras tanto, J, la redactora y yo entablamos amistad con un par de simpáticos chicos de Pinar del Río que vivían en el décimo cuarto piso sin ascensor de una residencia de estudiantes cercana. Yoandi, el más atrevido, se dedicó aquella tarde a aproximarse con ojos de carnero degollado a la redactora introduciéndole notitas con poesías de su puño y letra en el bolsillo. En Cuba todos los chicos son poetas o aspiran a escribir la segunda parte de “Paradiso” de Lezama Lima, todos sin excepción. Les invitamos a unas cervezas, compramos todos los maníes que vendía una anciana (pagándole la cantidad equivalente a dos años de su pensión estatal en pesos) para alimentar a los muchachos y montamos un festejo grupal en nuestro apartamento con cantidades industriales de ron Guayabita compradas en el Habana Libre. La presentadora se llevó al profesor a charlar a la habitación contigua, para conseguir intimidad, pero Yoandi nos aseguró, entre carcajadas alcohólicas, que no tuviésemos cuidado, que el joven docente era, a lo sumo, un poquito bisexual, pero muy poquito. Y era cierto; Ernesto, el maestro liendres del grupo, sólo estaba interesado en el sexo femenino si podía proporcionarle un visado hacia Europa.

El sol entró por la ventana y me pegó en todo el careto con saña. A la altura de mi cabeza los pies de la redactora casi daban con mi rostro; ella dormitaba en sentido contrario, boca abajo, ataviada sólo con unas bragas negras que llevaban un letrerito que rezaba “eat me” sobre su triángulo trasero. Me levanté, desayuné un Bemolan gel y un Gelocatil. En la habitación contigua descansaban entre bramidos guturales M y J. El murciano se despertó y preguntó dónde hostias estaba la puta de la presentadora. Por un momento nos preocupamos por su ausencia, aunque, para ser sinceros, si más tarde hubiese aparecido descuartizada dentro el armario no nos hubiese importando un comino; la incertidumbre duró poco porque J, tras desperezarse, nos contó que la zorra se había levantado pronto del catre y había salido a desayunar con el profesor bisexual. Qué desagradable era el melifluo tipo. Desde aquel día se pegó a nuestro culo sin rubor. La presentadora pagaba sus desayunos, comidas, cenas y borracheras, pero no follaban, él siempre ponía una excusa, se mostraba sensible y atento, pero no le pegó ni un muerdo. Ella andaba frustrada; decía, mentira podrida, que no quería tirárselo, que sólo ocurría que el chaval era muy majo y le gustaba su compañía, pero que no era su tipo. La redactora comentaba en privado que la presentadora se lo tenía merecido por calientapollas, por robamaridos y por puta asquerosa. Por las noches nos reíamos mucho viéndoles pelar su inexistente pava. Yoandi intentó pegársenos también, pero por mucho que animé a la redactora a que probara el sexo cubano no accedió a que hiciera un trueque con el chico, cambiándola a ella por una negra adolescente universitaria que él me ofrecía. Una noche Yoandi llamó al timbre buscando juerga pero no le abrimos la puerta. Cuando vimos que se había largado, acudimos a emborracharnos al “Gato tuerto”. En aquel bareto había todo tipo de fauna cazadora de los bienes del turista al uso: charlatanes cometarros buscadores de visado, supuestos descendientes de españoles en busca de ser invitados a copas o sucias jineteras abiertas a cualquier bestialismo que se las propusiese. Nos acoplamos en una mesita a observar el panorama y, al poco rato, M se levantó para conversar unos metros más al fondo con una fea mulata evidentemente dedicada al oficio más antiguo del mundo. Charlaron animadamente mientras J no perdía ripio desde lejos, se reía y comentaba lo patético que le parecía aquello. El murciano volvió a donde nos encontrábamos. “Dice que tiene un hijo subnormal, y que sólo trabaja en esto para sacarlo adelante, que cobra setenta dólares, pero yo la he ofrecido ochenta, pobrecilla…”, nos contó. “Tú sí que eres subnormal…”, añadió J riéndose mientras apuraba su tercer ron Havana Club de siete años. “No te reirías tanto si supieras lo que incluye en el precio. La he dicho que pago cien pavos si nos folla a los dos… y ha contestado que sí…”. J se quedó blanco ante lo expuesto por M. “¿Tienes huevos para hacerlo, gilipollas? Que conste que es una invitación porque no te regalé nada por tu cumpleaños…”. J seguía callado, nosotros ojipláticos. “Si tú pagas acepto, pero no me lo creo…”. M se levantó y se dirigió de nuevo hacia la jinetera. Tras cinco minutos de nueva charla ambos dejaron su asiento camino de la salida del garito. M le hizo una seña a J para que acudiese, éste apuró su quinto ron de la noche y se fue corriendo detrás de ellos, tropezándose con varios clientes del local que le miraron con cara de pocos amigos.

Anduvieron la corta distancia que separaba nuestro alojamiento de aquel antro a paso de fascista. M tonteaba con la prostituta, reían y reían, él le tocaba el culo mientras ella le daba dolorosos golpecitos sobre el paquete para que parase un poco con el magreo. J caminaba cabizbajo y silencioso a su lado, pero escondía una incipiente erección bajo la bragueta. Le daba mucho morbo aquello, imaginaba cómo él se la metería por detrás emulando a un can mientras ella, empalada por ambos extremos, succionaría el instrumento del murciano hasta que los tres reventasen en un berrido feral de placer bizarro. Luego ellos dos cambiarían de lugar y comenzarían de nuevo el acto en un bucle rítmico sin fin. Llegaron a la puerta, a J se le cayeron dos veces las llaves antes de atinar en la cerradura. La chica entró directa hacia el baño y cerró la puerta con pestillo. Los dos maromos la esperaron en el dormitorio principal impacientes ; J se descalzó mientras M encendía nervioso un cigarro. Se escuchó cómo tiraba de la cadena, el water se abrió y la jinetera salió completamente en pelotas. Tenía buen cuerpo, pero una cicatriz de cesárea tan grande como una boca de metro adornaba repugnante su bajo vientre, formándola una colgante e informe lorza. Se acercó decidida a M, le metió de lleno un beso con lengua y de un tirón le aflojó el cinturón. Los pantalones del murciano cayeron al suelo junto con sus gayumbos gracias a un certero giro de muñeca, y de debajo de la coraza brotó una imponente tranca pimentonera en estado de buena esperanza. Acto seguido, la diestra mulata se acercó a un titubeante J y procedió a desarrollar la misma operación extractora. J abrevió la maniobra desabrochándose él solito los vaqueros. La chica se agachó, se acercó con cada mano una polla a la cara y pasó a intentar la postura del candelabro. J estaba que reventaba, pero debía contenerse para no correrse antes que M, apodado “mister eyaculación precoz” en el trabajo; era una cuestión de amor propio, una competición deportiva eyaculatoria en toda regla. M, que tenía la mirada perdida en el infinito de la pared de enfrente, giró la cabeza y sonrió a J con una expresión de gilipollas drogado. Por un momento J se sintió en la gloria divina abandonado al sexo oral, cerró los ojos e imaginó que aquello era el paraíso. De repente, notó cómo le plantaban un muerdo en todos los morros. La sorpresa fue que, al mirar, se dio cuenta de que no eran los labios de la prostituta los que le lanzaban ardientes aquel fogoso ósculo, ya que ella tenía en ese instante la boca en overbooking, sino que el cabrón de M estaba intentando besarle torciendo el cuello hacia él como si fuera una lasciva escultura praxiteliana. Sus finos labios, hicieron diana, atinaron de lleno. El gatillazo hizo acto de presencia en J, quién sabe si por la sorpresa, quién sabe si por la repugnancia, o si porque la prostituta no tenía precisamente el físico de Maribel Verdú.

El taxi al aeropuerto de La Habana nos salió por un pico. En la terminal esperamos tres horas la partida de nuestro avión. Estábamos cansados, resacosos, aturdidos, cabreados los unos con los otros y sin un duro en el bolsillo, nos lo habíamos pulido todo. Robé unas chocolatinas en una tienda del aeoropuerto y J me echó la charla una vez más diciendo que cualquier día íbamos a acabar en la cárcel por mi culpa. J siempre ha sido y siempre será un cagón de mierda, aparte de otros muchos defectos que atesora como oro en paño. M no pudo resistir nueve horas sin fumar durante el vuelo. Se introdujo en uno de los lavabos, posó su culo sobre la taza del inodoro y relajó allí su ansiedad durante un cuarto de hora absorbiendo un pitillo a pulmón. Abrió la puerta y una espesa humareda invadió toda la parte trasera del avión. Las azafatas le miraban con cara de mala hostia y asco. Le propuse a la redactora intentar un casquete aéreo en uno de aquellos zulos de los servicios, pero ella me contestó que si estaba tan necesitado que me cascase una paja. La presentadora vive en la actualidad con el directivo. Ernesto emigró a España y trabajó una temporada como chapero en los lavabos de la Estación Sur de autobuses de Madrid.

--La noche no logra terminar,
malhumorada permanece,
adormeciendo a los gatos y a las hojas.
Estar aprisionada entre dos globos de luces
y mantener, como una cabellera
que se esparce infinitamente,
el oscuro capote de su misterio.
La noche nos agarra un pie,
nos clava en un árbol,
cuando abrimos los ojos
ya no podemos ver al gato dormido.
El gato está escarbando la tierra,
ha fabricado un agujero húmedo.
Lo acariciamos con rapidez,
pero ha tenido tiempo para tapar
el agujero. Hace trampa
y esconde de nuevo a la noche.--


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